miércoles, 2 de octubre de 2013

En una pequeña fábrica, un gran amor – Héctor Ranea


Juan Veracruz era uno de los más finos operadores de la máquina herramienta que ajustaba los parámetros de los mengalopes. Una descripción de los mismos se puede encontrar en el cuento "El rotor del mengalope" de Max Goldenberg (se hace la salvedad de los derechos del autor).
Los mengalopes podrían pensarse como obsoletos en una estación espacial en órbita en Plutón, pero se había descubierto que el sistema de purificación del aire era mejorado notablemente cuando el rotor del mengalope reemplazaba al más moderno minicompresor de helio líquido. Y Juan era el operario indicado para producirlos en forma masiva. Sin dudas lo era.
El problema con los mengalopes era que su utilización era vital en los contenedores de sustancia viva, que incluía a los trabajadores según la jerga de las astronaves, aunque también se tenía ahí todo tipo de elemento biológico, incluso para la alimentación. Y como la terraformación de Plutón estaba llevando demasiado tiempo más del previsto, dadas las condiciones desastrosas de clima y gravedad, esas piezas eran muy requeridas porque, por mejor calidad que tuvieran, el ciclo de tratamiento térmico, las hacía de duración corta.
Juan era uno de los ciento treinta operarios de torno de mengalope. A su lado, la bella y criteriosa Ilaria Carretera Hinojosa tallaba los mengalopes con tal vez más sentido estético que Juan, pero igualmente eficiente. Como era previsible, se enamoraron después del décimo primer mengalope, es decir, aproximadamente diecisiete semanas después de comenzar el turno de La Masa de Mijael, o sea, unos días antes del Carnaval de Nubiria.
No tenían dónde ir después de los turnos de trabajo. Eran pobres y las colonias de Titán no eran ubérrimas en hoteles de paso para amantes. Ilaria estaba impaciente y Juan ya al borde de la desesperación, de modo que resolvieron hacerlo dentro de la fábrica, antes de salir. Aprovecharon la sensualidad de las duchas de sulfato de bario seguidas de vapor de éter de petróleo para excitarse y luego terminaron en un armario para mengalopes fallidos, donde algún dolor lumbar y otros raspones no fueron óbice para su desenfrenado amor.
El problema fueron los mengalopes. Porque hay que saber que la evolución de estos aparatos los había convertido en autómatas más que máquinas, aunque carecieran de las características antropológicas típicas, pero no por eso perdieron los sentimientos. Y estuvieron conteniendo los celos hasta que, no pudiendo más, uno de los mengalopes atacó a Juan, otro a Ilaria y, se sabe, los ataques así son mortales. Sin embargo, los amantes zafaron con pocos daños, milagrosamente intactos pudieron seguir trabajando. Para otra vez que decidieran hacer el amor irían a lo de un amigo, pero mientras tanto, había que empezar a entablar relaciones y conquistar amigos, porque hoteles, lo que se dice hoteles, no estaba previsto construir en las colonias de Titán, por lo menos en los siguientes veinte años; y uno ya sabe que el ardor se enfría con el correr del tiempo. En un satélite de Saturno, más.

Sobre el autor: Héctor Ranea

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