—Encantado, señor Walrus. Lo estábamos esperando.
—¿Esperando? —se espantó Walrus—. Me extraña, Madame Morsa, yo no suelo venir acá.
—Por eso mismo. Hoy canta John ¿sabe?
—¡Ah, John! Un gusto exquisito, si me permite.
—Venga, se lo presento. ¿Ha viajado usted bien?
—Suelo viajar en metro.
—Menos
mal, pues. Si viajara en pulgadas quedaría sin uñas y si hubiera
viajado en pies, ni le cuento. Para nosotros los pies son como alas, ¿no
es así?
—Alas, sí. Pero no para volar, ciertamente.
—A menos que bailemos. Por cierto ¿aprendió usted solo o le enseñaron el paso?
—Como si el mismísimo Eggman en persona estuviera con nosotros.
—¡El pobre de Eggman! ¿Es verdad que falleció en aceite hirviendo?
—Sí: bailar con un jefe de cocina suele ser peligroso para un huevo ¿sabe?
—¡Ni que lo diga! Pero venga. Ahí está John. Bailemos. Y uno, y dos... y uno, y dos. ¡Qué bien que baila, general!
—No me diga general, soy mayor —se ruborizó Walrus—. Desde Crimea que no me ascienden.
—¡Vaya! Creí decir que baila bien en general, mayor. Usted me malinterpreta.
—¡Oh, perdón! ¿Cuándo viene John, seré curioso? —desvió la conversación Walrus.
—Mire, suele llegar cuando haya suficiente gente traída por el cartero, ¿sabe? Si no se la trae, la gente no baila. Una pena.
—¡Vaya! Una pena, sí señor... perdón, señora.
Teaching
Lucy Morsa carraspeó. Bailar con este zopenco era lo peor que le había
tocado esa noche, pero todo fuera por John y su banda... suspiró Morsa
en silencio.
Sobre el autor: Héctor Ranea
No hay comentarios.:
Publicar un comentario