lunes, 25 de febrero de 2013

La memoria - Alberto Sánchez Arguello



La memoria es un asunto curioso. La mayoría la damos por sentada, guardamos unas cosas, perdemos otras, pero contamos siempre con saber quiénes somos y más o menos desde donde venimos. Yo no.
Mi primer recuerdo es de hace un año atrás. Abrí los ojos y estaba tirado en una montaña de periódicos en el fondo de un cauce. Me dolía todo el cuerpo y vestía ropas harapientas. Por el olor de mi aliento y demás, daba la impresión de estar alcoholizado y con varias semanas sin bañarme.
Intenté incorporarme, pero una de mis piernas estaba rota sin duda y cuando me tantié la cabeza, sentí algo pegajoso, era mi sangre. Parece que unos chavalos avisaron a un canal de televisión y al poco tiempo llegaron las noticias, los bomberos y una ambulancia. En la tarde aparecí en los medios. Entre un macheteado de Malpaisillo y dos abusos en Ocotal, estaba la noticia del viejito caído en un cauce cerca del puente el Edén, con la memoria perdida y sin señales de familia o conocidos.
Nadie supo cómo me caí. Gente de los barrios afirmaron que yo era conocido en la zona, que desde hacía algunos meses había aparecido por ahí, pero que nadie sabía mi nombre ni origen. Decían que sobrevivía a base de limosnas y caridad pública. Yo sentí algo así como pena ajena, porque era como si hablasen de otra persona, “ese no soy yo” me repetía. No me sentía ni limosnero ni viejo. Pero los testimonios públicos y la imagen de los espejos me mostraban lo contrario.
Pérdida brusca de la memoria a largo plazo de manera permanente, fue el diagnóstico que extendió el sistema de salud. Después de una larga estancia en varios hospitales, comprobaron que podía hablar normalmente y conducirme sin problemas, así que me mandaron a uno de los pocos ancianatos sostenidos por el sistema de seguridad social. Los años dorados se llama acá. Tres enfermeras y un médico achacoso son nuestros carceleros, pero en realidad nadie tiene a donde ir, así que no hay para que escapar.
Vivir sin memoria tiene sus ventajas. En este año no he sentido culpa por nada ni he extrañado a nadie. He comido todos los días mis tres tiempos, he contado con una hora de ejercicio y varias siestas. Pero cuando llegaba la noche y estaba solo en mi catre, sudando en la noche sofocante de Managua, sentía un vacío en el estómago que se convertía en un punzón agudo en el corazón.
Hace dos semanas ya tenía un plan para matarme. La enfermera Sánchez siempre dejaba las Sinogan y otros tranquilizantes en el vestíbulo, mientras estábamos haciendo la siesta de la tarde. Era solo cosa de tomar unos cuantos frascos y tragarme a la medianoche todas las cápsulas que pudiera, para pasar de viaje.
Ya era el día fijado para mi plan cuando llegó Alfredo.
Era un hombre como de unos setenta años, de complexión fuerte y grandes entradas en un cabello plateado que contrastaba con su piel morena. Yo me le acerqué como hacía con todos los nuevos, tal vez con un deseo no expresado de que alguien me reconociera. Pero igual nunca pasaba, ya me había hecho a la idea que de mi lápida estaría en blanco, igual que mi memoria.
Pero ese día pasó lo más improbable: Alfredo me reconoció…
—¡Sos vos hijodelagranputa! —Me dijo apenas me vio y las enfermeras se sobresaltaron. —¡Yo te conozco cabrón! Hace veinte años que no te veo, pero seguís teniendo la misma jeta de hijueputa, la misma que me miró a los ojos mientras torturabas a mi mujer en el hormiguero- siguió gritando Alfredo y ya lo estaban agarrando porque se me quería abalanzar para darme de bastonazos. Yo no supe que responder, me quedé mudo de la impresión. Una mezcla de alegría de saber algo de mí mismo, junto con un rechazo total a lo que estaba diciendo de mí.
—Me está confundiendo,-—alcancé a decir, pero Alfredo ya no estaba ahí, se lo habían llevado a la sala de enfermería, para sedarlo. Me fui a sentar a una mecedora de mimbre que estaba en el salón de descanso, más convencido que nunca que esa misma noche terminaría con todo.
Estaba tan concentrado en un recuento de los pocos recuerdos que tenía de mi mismo en un año entre ancianos, que no me percaté cuando Alfredo se sentó a mi lado. —Alzheimer,—me dijo con una voz serena y antes que yo le pudiera responder siguió. —Y algo de demencia senil también. Pero no te preocupés hermano, esos diagnósticos son pendejadas que inventan para sacarle plata a uno. Vos y yo sabemos que estoy bien y que en menos de tres días vamos a irnos a recorrer senderos por las montañas de Jinotega. ¿Y mis sobrinos como van? La Teresita y Domingo, ya deben estar grandes- el me quedó viendo con un cariño que me dejó aún más confundido y una enfermera ya venía para llevárselo, pero yo le hice un gesto de que no pasaba nada.
—Están bien, ambos, siempre creciendo,—le respondí después de dudar un poco. Él se sonrió con gusto, y respiró profundamente antes de volver a hablar. —Siempre tuviste madera para papá, desde pequeño mi mama decía que eras el más responsable de todos nosotros y nunca nos dejaste de cuidar,—yo lo escuchaba mientras sentía en el cuerpo un calor que me hizo temer un derrame, y luego sentí mojado el rostro. Eran lágrimas.
Desde entonces Alfredo es mi hermano, mi cuñado, mi hijo, mi padre, mi enemigo, mi alumno y profesor. Dependiendo del día y el recuerdo que caprichosamente haya encontrado lugar en su mente. Yo dejé mi plan. Ya no siento el vacío en las noches, nos hemos adoptado mutuamente en nuestros olvidos y nuestras memorias.

De: El santuario de las ideas
Sobre el autor: Alberto Sánchez Arguello.

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