miércoles, 13 de febrero de 2013

¡Al infinito y más allá! - Rubén Pesquera Roa


Resucitó al tercer día, según había prometido. Las cinco semanas siguientes transcurrieron como si las viviera otra persona. No hubo más asuntos políticos ni interminables arengas teológicas. Todos, alrededor suyo, parecían estar tomando decisiones y diciéndole qué hacer. En realidad nada le importaba, sólo asentía de manera cortés, con movimientos de cabeza y gruñidos que no significaban nada y a los que nadie hacía caso.
Llegó el momento de la partida, la apoteosis de su misión, ascendería al Paraíso, a su Padre y lo carcomía el nerviosismo. Era apenas —estaba consciente de ello— la segunda Ascención en la Historia, y siempre consideró que a Elías lo ayudaron en demasía, en una forma exageradamente teatral, por cierto —con el carro de fuego y aquella parafernalia de explosiones y meteoros que dejó pasmados a los antiguos.
Las mujeres, los discípulos y un montón de curiosos estaban reunidos desde temprano. María su Madre y María Magdalena lo tenían cada una de un brazo mientras que, a unos cuantos pasos, Pedro y Juan se afanaban ultimando los detalles.
El gran acontecimiento ocurrió en el momento planeado. Sin mayores preámbulos Jesús comenzó a elevarse de entre los vítores, lágrimas y aplausos de la multitud que rugía y lloraba de la emoción. Muy poco a poco, se acercaba a la nube brillante que lo ocultaría para siempre de los ojos humanos, y en la que haría la entrada triunfal a los salones celestiales de Dios Omnipotente.
Cuando alcanzó una altura considerable, y los vapores dorados lo envolvieron casi por completo, empezó a percibir que se le dificultaba la respiración, al tiempo que el miedo y la angustia lo obligaban a cerrar los ojos. Disminuyó la velocidad y sintió un vértigo que le sobrecogió las entrañas. Sin poder resistir, se detuvo por completo mientras luchaba con el terror que lo tenía atrapado.
Sin embargo, no podía hacer el ridículo, era demasiado el peso de la responsabilidad que se había echado encima. Lo peor debería estar en el pasado: la Crucifixión, los tormentos, la humillación y la traición, que fueron todo lo crueles y difíciles que pudieron ser. Mas ahora Él era su propio enemigo, ésta era la mayor de las pruebas. Ya oscurecía cuando se decidió a disminuir la altitud.... El alivio fue inmediato.
Un par de horas después tocó el suelo, nadie quedaba alrededor, un largo rato había pasado desde que el paraje quedara abandonado, habiendo partido todos a esparcir la Buena Nueva, henchidos de vehemencia e ímpetu sagrado.
El Cristo emprendió el camino de Damasco, con la intención de unirse a una caravana con rumbo al Oriente, preguntándose si alguna vez haría acopio del valor para volver a intentar el despegue. Por el momento, su urgencia era abandonar Palestina con toda la celeridad posible. Preferiría ser martirizado de nuevo, escarnecido mil veces por sus enemigos, a soportar la vergüenza de verse descubierto.

Acerca del autor: Rubén Pesquera Roa

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