sábado, 15 de diciembre de 2012

El tren - Ana Caliyuri


Me subí al tren por segunda o enésima vez. En tercera clase, como corresponde a alguien que quiere saber de qué se trata il mondo. Tal vez, si pudiese vanagloriarme por recordar algún pasaje de memoria o alguna frase de esas que se instalan y sirven inserviblemente en una charla de café, pero no es mi caso. Yo no recuerdo demasiado. No sé si por ausencia de memoria, por divague o porque en verdad hay un descaro en la sonrisa de lo inmemorial. Como sea, allí estaba sentada y a la espera de lo sorpresivo que nunca llegaba. Cuando nada llega es hora de hacer algo. Me alcé del asiento de madera, crucé de vagón en vagón, caminando lentamente por el pasillo, ida y vuelta. No me sentí observada, en realidad era yo la observadora. Ancianos, niños, jóvenes, cada uno ensimismado en su propio pensamiento. Pero, después de mucho observar, descubrí que entre ellos no hablaban. La ridícula soy yo que espero que la gente desconocida se hable entre sí. ¡Jaj! ¡Qué idealista! No existe el diálogo entre los que se conocen, menos que menos habría de existir diálogo entre los pasajeros de este tren precario... Bueno, la precariedad no tiene que ver con las palabras, o sí. ¡Uh! Había olvidado lo fundamental. ¡La cajita negra! ¡Ya la gente no usa las cuerdas vocales! Usa los dedos para enviar o recibir mensajes de texto. Seres humanos “dedodependientes”. Tanto palabrerío dicho a la nada misma. Hablo de mi palabrerío obviamente, de éste palabrerío; pero empieza a preocuparme el hecho de que tampoco veo a nadie con su teléfono celular en la mano. Impávidos todos. Creo que tomé el tren equivocado. Este no es mi tren. Busco el guarda. Yo en la próxima estación me bajo. Así de simple, me bajo. ¡Me bajo! Haga el tren su parada o no, yo me bajo. Miro por la ventanilla, y un cartel me devuelve a la realidad. Fin del viaje y Bienvenidos, rezaba un luminoso cartel estelar. Juro que cuando bajamos yo escuché el bullicio alegre de la gente. Sin dudas, el viaje es en silencio, pero luego en el más allá hay otro grado de empatías, pensé, mientras descendía del precario tren de tercera o única categoría.

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