viernes, 31 de agosto de 2012

La familia - Concha González


Llegamos casi al anochecer a la gran casona. Se nos esperaba. En estos sitios siempre se le espera a uno, nadie se presenta sin invitación previa.
Una vez dentro pude comprobar la existencia de una fragancia inherente y perpetua habitando por esos excelsos pasillos inmaculados de vigilia forzada bien intencionada, y que de no haber sido por las altas horas que gastábamos no me hubiesen pasado desapercibidos.
Se nos atendió como corresponde: amablemente, eficazmente, aburridamente.
Al día siguiente, ya entrando en la madrugada, comenzaron las presentaciones. Uno ha de hacerse a los lugares y a sus gentes más pronto que tarde por eso de socializar, formar parte del asunto, ser alguien con nombre y apellidos. Nunca se sabe el tiempo de dispendio que tome el asunto del que se trate.
Yo, como tan solo me presenté allí en calidad de dama de compañía, no contaba, no disponía de un nombre. Todo el mundo (ese mundo) me obviaba con excepción de aquel señor de las piernas hinchadas hasta casi reventar, y aquella otra señora de ojos grandes a la que supongo le caí en gracia, pues no perdía ocasión de establecer cháchara cuando me veía. Yo pasé a ser la cuidadora de pago de alguien con nombre mientras el mío se esfumaba por los pasillos de lo innombrable como humo de cigarrillo y de ese submundo que persistía año tras año a caballo entre lo existente e inexistente. Mundos controvertidos que se prenden con hilos de resignación mientras la vida así lo dicte. Un mundo que hace del ser humano un ser deficiente, caduco, miserable, dependiente...
En cuestión de pocas horas, ya nos conocíamos prácticamente todos. Lógicamente la vecina de la cama contigua era nuestra más allegada. Se estableció una conexión íntima con esa persona en cuestión. Su vida pasa a ser la nuestra (yo era un apéndice anexado a mi enferma desde su ingreso, os recuerdo) y la nuestra la suya. Sabíamos de donde era, cuantos hijos tenía, sus dolencias, su edad y por desgracia su futuro más próximo. Estaba muy sola, y yo pasé a ser un poco también su apéndice. Lucía de una belleza obsoleta, todavía notable en algunos de los rasgos de su níveo rostro, en sus grandes ojos, en sus facciones suaves y en ese pelo lacio entre canoso y rubio que yacía, como ella misma en esa silla, en los designios de su cráneo. Pude ver la belleza de esa mujer contenida en los estragos de los años, y como esa sonrisa desdentada, alguna vez hubo de embaucar a más de uno, todo ello, me consta, lejos de este país ya que, parece ser, trabajó durante muchos años en Nueva York. Toda una fuente de experiencia, anécdotas y circunstancias ya arrinconadas en algún lugar de sus recuerdos muertos.
La surtía de agua, caramelos, llamaba al timbre cuando era menester, e incluso la dí de comer alguna vez. Conversación poca, pues era obvio que una incipiente demencia senil comenzaba a ser partícipe de su cada día más exigua vida. Su único hijo estaba en el extranjero, donde ella lo dejó años atrás, y solamente hacía su aparición, vía teléfono. de vez en cuando. Después su madre quedaba un buen rato en estado catatónico, y susurraba unas palabras mágicas... hijo, hijo, ven te necesito... como si así consiguiera devolverlo a "su vida". Durante estos trances lo mejor era ignorarla. La única hija que había parido en los años cuarenta, hacía ya tiempo que estaba en el camposanto esperándola y, según ella, la espera sería si Dios quería, corta, muy corta. Noté como fantaseaba con esta opción de reencuentros próximos pero que a mí se me antojaban tétricos y a la vez esperanzadores. Opción que para ella era como un soplo de aire fresco en esa seudovida que desde hacía tiempo la torturaba y la mortificaba. Un reencuentro con su hija sería como empezar de nuevo, aunque fuese en otro mundo y otro tiempo.
La de la habitación contigua, pues otro tanto de lo mismo. Sola, senil, enferma, esperando...
Y la de enfrente aún peor, pues no llegamos a conocerla. Marchó, pero no por donde había venido, esa misma noche después de nuestra llegada. La parca ya le había anunciado su visita en varias ocasiones, y esta vez hizo su silente aparición definitivamente con un disciplinado previo aviso. Con noventa y seis años, su señoría siempre tiene la deferencia de preavisar.
La vida de la familia 216, era de lo más peculiar. La hija de ochenta, cuidaba de la madre de noventa y seis. Algo desalentador. ¿Cómo era posible?
Después de unos días de contacto la explicación llegó como el frío llega en el invierno, porque sí.
Su madre muerta en el parto de su hermano el pequeño, dejó seis lebreles al cuidado de su padre. Algo inviable en aquellos años. Así pues, él mismo y partícipe de su propia voluntad y egoísmo decidió casarse con la hermana de la finada en cuestión al poco tiempo. Es decir con su cuñada. Es por eso que solamente las separaban dieciséis años, pues la enferma era su madre adoptiva, y su tía de sangre.
Yo pude observar que la decía mamá todo el tiempo. Supongo que el contacto hace de las relaciones un apego más grande del que podamos imaginar.
Cuando alguien hacía la maleta y empaquetaba sus cosas el drama hacía su estelar aparición. Tocaba la despedida, un adiós que probablemente sería para siempre. Besos, abrazos, intercambios de teléfonos que con toda probabilidad acabarían extraviándose por las realidades de sus otras vidas.
Yo mientras tanto, seguiré anónima y sin nombre por entre esos pasillos, esas camas calientes, esas vidas pasadas de gentes sin apenas futuro ni casi presente, acompañando a la muerte o a la sombra que la rodea hasta que esta llegue.

Tomado del blog: Relatando Relatos
Acerca de la autora:
Concha González

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