domingo, 19 de agosto de 2012

Era la hora de Borges, menos cuarto - Daniel Frini


Era el verano de mil novecientos ochenta y era cerca de medianoche. Por entonces, aún no había cumplido veinte años. Mis amigos y yo entramos a Erótica; la que está sobre la avenida Prado Junior, a pasos de Copacabana, que a esa hora estaba casi vacía. Sólo dos viejos, cerca del fondo, abstraídos en una conversación de la que parecía depender el futuro del mundo; el barman, el discjockey y ella, bailando desnuda en una tarima, envuelta en luces y humo; entreviéndose apenas.
Nos sentamos en una mesa próxima al borde de la pista y me quedé mirándola. En minutos, el local se llenó de gente, mientras ella continuaba con su rutina. Contorsión y baile. Éxtasis.
Una media hora después llegó su reemplazo y ella bajó. Para ir a los camarines, debía pasar al lado de nuestra mesa; así como estaba, toda desnuda. Le dije alguna grosería y ni siquiera me miró. Pero al ratito volvió. Ahora llevaba puesto un vestidito blanco, sin nada debajo. Se sentó frente a mí y me miró con esos enormes ojazos verdes, enmarcados en una cara blanquísima y en un pelo largo, color azabache. Le dije, en portuñol, que viniese a mi lado. Me sonrió pícaramente y me obedeció. Cuando se estaba sentando, como al descuido, me besó, suave, sensual, etérea. Casi mágica e inexistente. No supe qué decir; entonces habló ella.
— Eu quero fazer o amor com você.
Entonces sí hablé. Pero no recuerdo lo que dije. Sé que nombré a un amigo, su departamento y un barcito en la esquina, sobre la Avenida Atlántica, donde encontrarnos, porque era mejor salir separados de la boite, para no tener que pagar el derecho a llevármela. Se levantó y me indicó que nos viésemos allí en diez minutos que fueron eternos. Temí que no acudiera a la cita, pero ahí estaba, esperándome. Caminamos abrazados las cuatro cuadras que nos separaban del departamento.
Ella aún sólo con su vestidito blanco y yo, bueno, digamos que contento.
La calle estaba llena gente. Todos nos miraban: las mujeres, admirándola; y los hombres sonriéndome, como diciendo “No puedo creer que tengas tanta suerte”.
Una vez en el ascensor, me besó de nuevo, pero esta vez larga y profundamente. Entramos al departamento, le pregunté si quería tomar algo y me dijo que sí. De pasada rumbo al pequeño bar, puse Lança Perfume, de Rita Lee; que estaba de moda por esos días, en el flamante equipo Pioneer de mi amigo. Y mientras le preparaba una caipirinha; ella, como distraída, se puso a recorrer con sus dedos los libros de la biblioteca.
Es ese momento no la estaba mirando, sin embargo, pude sentir en el aire que algo había cambiado. Cuando giré la vista, me resultó muy claro. Ella había cambiado completamente su objetivo: tenía en sus manos un ejemplar de Historia universal de la infamia.
Terminé durmiendo, solo, en el sofá.
Cuando desperté, el sol estaba alto y ella seguía en el balcón, leyendo, de cara al mar.
En ese preciso momento, juré ser escritor. Para mí fue una revelación: todo acto de un escritor, tiene la finalidad de contribuir a su conquista de mujeres. Y vaya si lo logró el maldito viejo. Cómo podía ser eso de que, ciego y todo, tuviese el poder de soplarme la dama, aunque fuese una puta. La puta más linda que he visto en mi vida.

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