lunes, 18 de junio de 2012

Los sombreros y las águilas – Héctor Ranea


El distinguido domador de caballos Don Salustiano Suárez Peralta, en un descanso de su representación, mientras tomábamos una buena ginebra, que para el frío que hacía era escasa, me dijo:
—Para usar sombrero, hay que saber arreglarlos. Y, más aún, habría que saber perderlos. No cualquiera puede usar sombreros, si al final tiene problemas con las pequeñas roturas que se producen durante su uso, y que traen inconvenientes de uso tales como goteras, sombras indeseables, ruido con el viento e, incluso, propiedades aerodinámicas de inestabilidad que lo hacen propenso a volar al mínimo soplo. El asunto de perderlo es más delicado, claro.
Me mostró uno clavado en la pared norte. Lo miré como preguntando. Me contestó
—Se perdió en Saldungaray, lo encontraron en Laredo.
—Me imagino cómo fue que voló hasta Laredo
—Ni se imagine, Dotor. Es difícil hasta para un imaginador profesional. ¿Sabe que desde Laredo fue devuelto por una escritora?
—Caramba. Todo un viaje. Pero claro, sigo sabiendo cómo llegó hasta Laredo y lo devuelve una mexicana.
—Para más, ilustradora de alebrijes y diseñadora de alas para el número de las águilas voladoras de Toaxatepec.
—¡Águilas voladoras! ¡Achalay! Y pido perdón por el criollismo. Pero no encuentro otra palabra.
—Perdonado, hombre, perdonado. Es que a veces las águilas tienen esas cosas.
—Yo no sé mucho de pájaros, pero para mí hubiera sido más claro si fueran urracas.
—Para todos, Don. Para todos, claro. Pero tampoco va a encontrar muchas urracas en Saldungaray.
—Claro.
Quedamos los dos como pensando en qué pájaros o qué vientos conectan las dos ciudades, o algo así.
—Pero sepa usted que perder sombreros así es de gran perdedor. Eso se valora. Imagínese que un sombrero se le vuela con el viento y uno perdiera la dignidad. La vida le dará la vuelta si ese sombrero tuviera que volver. Y si no, paciencia, amigo. No era para usted.
—Dígame. Yo perdí hace tiempo una gorra escocesa. ¿Vale como buen perdedor de sombrero que no me puse a buscarla como un enajenado?
—Vale, sí. ¿Por qué habríamos de tener tanto problema de nacionalidad? ¿Era de tweed azul, la gorra?
—¡No me diga que la tiene! —exclamé con ansiedad.
—Mire, no la colgamos con clavo porque el tweed es delicado. Mire en esa bolsa ahí.
Me abalancé y sí. Ahí estaba. Un poco envejecida. Casi lloro al verla.
—¿No sabe nada de mis sombreros? —le pregunté acongojado.
—Nada. A la gorra la devolvieron unos jugadores de pato que venían de Toay. Lindo pueblo.
No lo podía creer. Desde Trieste a Toay. Todo un vuelo de águilas.
—Pero dígame, Dotor. ¿Dónde dijo que se le perdieron los sombreros?
Una nueva luz se derramó sobre la sombra de mis ojos.

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Héctor Ranea

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