Me
detuvieron el día que se declaró la guerra. Fui conducido a una
oficina maloliente en la que tres tipos de los Servicios Especiales
comenzaron a usar sus recursos habituales para obligarme a revelar
los secretos que yo supuestamente conocía. Logré resistir sin
mayores inconvenientes durante las primeras veinticuatro horas.
Después no soporté más y lo dije todo. Revelé la ubicación del
comando de organización, su funcionamiento, y lo más grave: su
verdadero poder. Ahora preferiría haber muerto antes que haber
revelado todo aquello. Porque desde entonces, todo cambió para peor.
A
la luz tersa del cuarto de interrogatorios, los gorilas se pusieron
contentos. Lógico, ahora el mundo sería de ellos. La felicidad los
tornó tan dóciles que uno de ellos me invitó con un café, y me
presentó una prima suya que estaba de visita, Lila. Lila, una gorila
de mirada mansa y expresión tierna. Manoseó con curiosidad mis
brazos doloridos, me acarició la espalda, y en su ansiedad por
palpar mi cara me metió un dedo en el ojo derecho. Desesperado,
comencé a parpadear: por mi rostro rodó una lágrima absurda. Al
poco rato el llanto era incontrolable. Lila me miró con desconcierto
durante unos segundos, y luego también lloró desconsolada. Parecía
entender que mis revelaciones me conducirían a la muerte. Por eso,
en un acto de bizarría, la gorila me ayudó a escapar. El plan
pergeñado era simple: sedujo a dos guardias, rompió los seis
candados de cada puerta y me llevó a la parada del subte. No la vi
más. Recuerdo sus ojos empapados en lágrimas cuando me dio el
último beso. Se fue dejándome a merced de los dos guardias que me
empujaron del andén a las vías en el momento que el subte salía
del túnel. Si me hubieran tirado unos segundos más tarde, yo no
habría podido escapar. Trepé al andén de servicio, y cuando la
formación pasaba a mi lado empujé una pesada puerta de hierro con
el hombro. Me encontré en un pasillo oscuro que olía a grasa y
excrementos de rata. Recordé que tenía un led de bolsillo y, mal
que mal, alumbré el lugar. Al final del pasillo, observé otra
puerta de la que asomaba un ligero resplandor. Caminé hacia ella y
la abrí sin dificultad. El extraño fulgor salía de una gran
pantalla en la que varios tipos observaban videos de distintas etapas
de mi vida. Ahí se veía mi nacimiento, mis cumpleaños, mi
graduación. Los tipos estaban detrás de una mesa de madera, y en
ese momento se mostraba el suceso que, tres años atrás, había
iniciado la guerra y por la cual, recientemente, había yo pasado por
todo aquel desbarajuste. El primer ministro, un viejo con poco pelo,
sometía sin pudor a una figura pequeña. Yo, con mucha mala suerte,
sostenía mi celular a través de esa ventana y registraba la escena.
Recuerdo que me había parecido una idea genial delatar las
costumbres licenciosas de nuestros gobernantes. Pero la mujer era una
espía de nuestros enemigos y cuando el incidente salió la luz, a
mí se me acusó de ser cómplice de aquella mujer, y el viejo
corrupto se convirtió en la víctima de una supuesta maniobra de
descrédito. Ahora, por fin, sabía quién era el responsable de las
torturas que acababa de padecer. Era una revelación terrible, pero
lo peor fue mirarme y descubrir que mi vida no me pertenecía. ¿Quién
era capaz de llevar un registro tan minucioso de mi existencia? De
pronto me vi en situaciones olvidadas, aunque sin duda era yo.
Surgían imágenes de mis seres queridos. En esa teoría de primos y
parentela varia, me vi con la imagen de Santa Apolodora de Bulgria
colgando del cuello el día de mi graduación, pues mi abuela quería
que la portara. Recuerdo ahí la vergüenza que yo, un ateo
consumado, me humillara así para satisfacer a la vieja. Pero un
trompazo me volvió a la realidad de las torturas: mi hijo
abofeteándome, golpeándome, picaneándome las encías hasta
provocarme una baba amarilla y espumosa; la mujer que había amado,
convertida en una espía, me arrancaba las uñas. Creí que aquello
formaba parte de una horrible pesadilla. Pero no era una pesadilla,
sino la cruel y triste verdad. Me desesperó la imposibilidad para
escalar la realidad y reducir los hechos de las últimas horas a una
serie de simulacros vacíos. Desde esa perspectiva, todo lo vivido
era una larga sucesión de errores y actos fallidos. Para aquellos
momentos, lo único real era el dolor; no sabía si estaba despierto
o no, pero el dolor estaba ahí, burlándose de mí. Recordé que en
mi bolsillo traía mi pequeño diario en el que escribía todo lo que
me sucedía. Lo tomé y lo abrí en la última página escrita, pero
lo que leí me llenó de un terror inimaginable.
Levanté
la vista, los tipos seguían alternando sus miradas abstraídas entre
mi vida y el video incriminatorio. La cabeza me daba tantas vueltas
que sentía que en cualquier momento caería sobre mis rodillas,
irremediable, a vaciar el estómago de por sí vacío, sin esperanza
de ponerme en pie de nuevo. Los tipos seguían ignorando por completo
mi presencia, y yo allí, mirando con expresión imbécil la última
anotación de mi diario. La fecha estaba borroneada, pero la entrada
no era reciente: describía el momento en que los dos guardias me
empujaron del andén a las vías en el instante mismo en que el subte
salía del túnel. Después, no más palabras, solo una mancha de
sangre. Mi pecho enrojecido.
Ahora
aparezco en la pantalla del televisor en tiempo real. Los tipos
gritan y aplauden al ver mi imagen. Parecen felices. Los insulto y no
vuelven la mirada. Cierro los ojos y me hundo en la mancha carmesí
extendida alrededor de mis pies. Alguien me acaricia la cara, me da
un beso, abro los ojos y la reconozco: Lila. Lila que me mira con sus
ojos empapados en lágrimas. ¿Por qué se había ido? ¿Por qué
había vuelto? Me extraña verla acompañada por los dos guardias que
había seducido para que yo escapara.
—La comedia ha terminado —dice uno de ellos.
—¿Comedia? —Balbuceo. Mis palabras se descuelgan de los labios como baba
viscosa.
—¿Acaso pensabas que esto es real? —La risa de Lila me taladra los
tímpanos.
¿Y
el dolor? ¿Y mi angustia? Me apoyo sobre un codo. Estoy en medio del
escenario. El público prepara las palmas. No obstante, en un foso
profundo de mi ser, intuyo que se prepara una nueva vuelta de tuerca.
—Mírate
las manos —dijo Lila con una carcajada infernal.
Me
vi solo tres dedos en cada mano.
—¿Quién
está jugando con nosotros?
—Seis
dedos, seis candados, seis puertas —dijo Lila—. Acaso, ¿crees
que es un juego?
El
calor infernal me confirmó que Lila no era Lila, y que la oficina
maloliente era mucho más que eso.
Acerca de los autores:
No hay comentarios.:
Publicar un comentario