jueves, 19 de abril de 2012

Sala de espera - Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—Disculpe que la moleste, pero esa señora que acaba de pasar llegó bastante después que yo.
La secretaria miró el monitor.
—Es la señora de la B, señor. Usted, Zapiola, está último.
—Pero me dieron turno; yo pensé que…
—Acá se atiende por orden alfabético. No se preocupe, la doctora pronto lo atenderá a usted. Sólo faltan tres.
En efecto, Zapiola observó que en el tiempo que tardó en este diálogo, la paciente B salió con evidentes signos de haber sido atendida por la doctora, así que volvió a su asiento, mientras pasaba uno de la M. Pero pronto se hizo evidente que con este la duración sería mucho mayor. Miró las paredes y vio la gran lista de doctores que atendían ese día y tomó una decisión. Se levantó y volvió con la secretaria.
—¿Y no podrían atenderme ninguno de esos doctores? Estoy un poco retrasado.
—Es que son veganos.
—¡Ah! —dijo Zapiola y volvió a su asiento. Pero cuando había dado tres pasos, volvió sobre la secretaria—. ¿Usted se refiere a que son veganos del planeta Úpsilon, Vega?
—No, señor. Son vegetarianos puros. Ni siquiera ahuyentan animales de tanto respeto que tienen por ellos.
—Pero entonces a mí no me importa. Es más: ¡soy vegano! Me convierto en ultra-vegano. Hágame el favor y que me atiendan, que se me hace tarde.
—No creo que su caso deba ser atendido por un vegano, pero si insiste; déjeme controlar todo. A propósito: ¿su obra social le paga atención por veganos?
—Nunca supe que hubiera discriminación al respecto —dijo Zapiola—. Déjeme controlar. —Tomó el comunicador y verificó que no tenía restricción alguna y le comentó a la secretaria el consentimiento de la obra social. Ella sonrió y a él se le vino un repentino enamoramiento que casi no escuchó lo que dijo ella:
—Déme unos instantes y lo llamo.
—Todas las veces que quieras. ¡Oh! Perdón, que quiera.
La secretaria bajó la vista ruborizada con una media sonrisa que se insinuaba en su rostro joven.
Zapiola no quería volver, pero tampoco convertirse en un cargoso, así que dio unas vueltas hasta que lo llamaron.
—Al consultorio 314 —dijo la secretaria.
Zapiola subió al tercer piso. La puerta del consultorio estaba abierta. Al asomarse vio al doctor Drúcula, porque ese debía ser el nombre del facultativo, según rezaba el aparatoso cartel con la bienvenida.
—En realidad, no lo esperaba —dijo el doctor, que debía pesar unos ciento ochenta kilos como mínimo y a quien seguramente lo habían entrado por la ventana—. Ya me ve; estaba comiendo mi tentempié de la media mañana —agregó señalando su plato lleno de ensalada—. ¿Quiere un poco? —El tal tentempié era un conjunto de simulacros de quesos sintéticos sin grasa, manteca vegetal y bebidas hipocalóricas.
El desconcierto de Zapiola no le pasó inadvertido. En efecto, vestido con esa capa negra de forro rojo, el atuendo de los doctores, pero con una cantidad de tela factible de tapizar un museo de cera o por lo menos convertirse en telón de un teatro de regular tamaño, no parecía ser el tipo de doctor que andaba buscando, sobre todo por su condición de vegano incondicional.
—No estoy seguro —dijo Zapiola— de estar bien encaminado.
—Sí. Lo sé. Usted piensa que mi condición no se condice con mi profesión. Lamentablemente, así lo piensan algunos en el sindicato y quieren expulsarme.
El doctor Drúcula se emocionó, empezó con un leve sollozo pero finalmente lloró sin frenos, cosa que prácticamente espantó a Zapiola, quien ni siquiera había pasado del umbral. Miró para todos lados para escapar sin ser visto, pero la necesidad de que lo atendieran fue mayor. Al entrar comprendió parte de su error. El acceso de llanto del doctor Drúcula fue seguido de una diarrea de magma verduzco que excedía los límites de sus pantalones de raso negro.
—¡Qué asco! —atinó a decir Zapiola.
—Efectivamente. Tengo estas diarreas con bastante frecuencia.
—¡Voy a quejarme al sindicato! —El paciente sólo deseaba huir de aquel lugar.
—¡No! ¡Por lo que más quiera! Me dejarían morir de hambre. Necesito mis ensaladas de rúcula, de lechuga, mis sopas de arvejas.
—Pero por lo visto —dijo no sin sorna Zapiola— esa sopita no le sienta bien, doctor.
—Mire —dijo Drúcula sacando una nota del primer cajón de su escritorio—, acá tengo el nombramiento, firmado por el mismísimo Bela Lugosi.
—El mismo que ahora lo quiere expulsar, presumo.
—Ustedes los humanos siempre tan sarcásticos. Pero al final, por una razón u otra, caen a que les hagan una sangría con expectativas de lograr la eternidad. Vea Zapiola —dijo mirando el monitor— la vida es una tómbola. Yo le puedo sacar esa sangre y usted por sorteo o licitación ganar la eternidad y convertirse en uno de nosotros.
—Por lo que más quiera, no en uno de ustedes: ¡veganos asquerosos!
Drúcula rió de buena gana. El aliento a albahaca llenó el consultorio provocándole arcadas a Zapiola.
—¿Usted creyó que lo atenderíamos con el lujo de las propagandas? —Miró de nuevo su monitor—. ¿No leyó hasta qué nivel de vampirismo puede llegar con lo que paga su obra social? ¡Tiene ambiciones, m’hijito!
Zapiola se sintió desnudo y asqueado por esa visión de magmas verdes, aroma a albahaca y pilas de rúcula a medio masticar que llenaban ese consultorio infecto—. Mire don Zapiola —agregó el doctor Drúcula—, lo mejor que puede hacer es dejarse por mí o irse a vivir con los werewolves. Ésos les podrán devolver las esperanzas de eternidad que lo carcomen.
Zapiola miró al patético Drúcula. Suspiró imperceptiblemente y se desnudó el cuello, mientras caminaba hacia el galeno que lo esperaba con su teatral capa de fondo rojo con una punta en cada mano; parecía la entrada al infierno. Ya vería cómo los convencía a los werewolves a que lo aceptaran a pesar de la sangre verde y de estar enamorado de una secretaria más que humana.

Acerca de los autores
Héctor Ranea
Sergio Gaut vel Hartman

2 comentarios:

Javier López dijo...

Vaya, justo en una hora tengo que ir al médico. Espero que no me toque consulta en la tercera planta...

Ogui dijo...

No se crea, Javi. Todavía no escribimos la segunda parte ja!