miércoles, 11 de abril de 2012

Navaja de Ockham - Cristian Mitelman


No imaginan que el hombre muerto en la habitación contigua vio mi rostro en el momento en que la navaja le incordiaba el pecho. La explicación es compleja y se revierte al pasado: lo frecuenté en la juventud, seguí sus andanzas, conocí ciertos secretos; sé que traicionó vilmente a una mujer. Yo amaba a esa mujer.
Frente a la iniquidad del mundo, me hice sacerdote. El destino volvió a presentármelo en este convento.
Una pelea que tuvo con un fraile fue la ocasión que esperé durante años. Esa noche toqué la puerta de su claustro; no vio en mí al enemigo de horas atrás. Dejó que entrara. Minutos después, lo maté con obscena impunidad.
Al otro día comenzaron las indagaciones. Comprendí que más de un monje (por causas diversas) deseaba hacer lo que yo hice. Dejé escapar una teoría que satisfizo los ánimos: la explicación más simple siempre es la más adecuada. Me creyeron. Todos tenían motivos para desear esas palabras.
El monje que el día anterior había mantenido la discusión con mi velado enemigo fue llevado por la soldadesca. No sé qué será de él. Acaso lo cuelguen en uno de los nogales que convergen en la gran vía del Norte.
Ahora debo seguir ahondando la teoría de la sencillez. Comienzo a derribar siglos de escolástica y silogismo. Acaso de este modo surjan siempre las ideas.

Acerca del autor:
Cristian Mitelman