domingo, 15 de abril de 2012

El viaje - Nicolás Llanquihuen



En el libro viejo, ese donde robé tantas historias, aquellas primeras aventuras donde me imaginé cazando pájaros de tres alas, robustos y con aguijones venenosos, ahí quedó la mejor historia para contar. Mientras la escribía, estaba esa chica rubia que se sentaba con la guitarra y cantaba algunas canciones al estilo Celeste Carballo y fumaba como loca. Me acuerdo de eso, los mates en el living, luego el vino a temperatura. Luego la cama. O aquellos capítulos que empecé a pensar en el vagón sucio, lleno de tierra que nos trasladaba al pulmón del mundo, a la belleza sobrenatural en plena naturaleza, la manifestación viva y no evangelizada afortunadamente del paraíso, donde San Antonio parecía esa ciudad dispersa, perdida entre siglo y siglo, con gente que camina entre el polvo y la nada.
Con razón refulge el viento, llevándose las cosas para la periferia (¿no era todo periferia?) del conglomerado atado entre dos tiempos, como una suerte de linchamiento inconcluso o frustrado.
Dejó un rastro, sí. Pero cuarenta y cinco minutos son tiempo suficiente para limpiar las fosas de tanta mugre sin siglos. Algunos pibes juegan a la pelota, el sol se cae de a poco, y asimila todo lo que circunda su luz poderosa, y la víspera de la noche se torna impaciente.
El cementerio de hierro perdura, le gana a ese tiempo invisible y obsecuente a dos siglos, señal de la ciudad perdida, inmaculada. La estación del paraje de Comallo ya eran sus pies de barro, humo, estufa y chimenea. Pilcaniyeu, las piernas desinhibidas, el camino a Bariloche, esa amante cruel que se fue con otro, que se dejó tentar por el bolsillo del empresario, que nos abandonó, y donde el tren pierde ganas, se queda, se inmuta, y yace petrificado frente al lago.
Te digo que escribía donde podía, que lo hacía en los baños del tren, en ese comedor que se volvía la fiesta del vino, del porro y la música comunitaria mientras la noche se perdía por Valcheta y nosotros nos perdíamos en plena Línea Sur con Sabina, con los Beatles, con Silvio. Ahí escribía mis frases que después compartía con cualquier porteña de esas que aparecían siempre entre los vagones.
—¿Vos también vas para El Bolsón?, mirá qué bien.
Sí, pero verás que si los movimientos pendulares del tren coordinaran con la música loca que percibo, todo sería perfecto. Sin compás, el viento sólo silba.
Che, ¿tomamos unos mates antes de Pilcaniyeu?
¿Y qué pensás del pulmón patagónico, ese que se alimenta de tierra y piquillín? Ahora parece una especie de bolsa de gérmenes, como un órgano fundido, incómodo, viejo y desgastado.
Como este tren lleno de mugre.
Como este tren que no es la usina de sueños.
Encima con canciones sin compás.
Pará (encima con canciones sin compás).
Sí, y el trajín patológico del que vos hablás está todavía ajeno a las miserias del suelo, abandonado a su suerte.
¡Bendita tierra!. Con tu polvareda y tu asma, te respiro con flagelo.
¡Ja! ¡La tierra de los gérmenes y los sueños! ¡Y yo me siento la fiebre misma!

Sobre el autor: Nicolás Llanquihuen




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