jueves, 26 de enero de 2012

Elefantes fuera del bazar – Sergio Gaut vel Hartman & Javier López


—Algunos esperpentos terminan donde otros empiezan —dijo el carnac aterrado por la fuga de sus pupilos.
—No se aterre tanto —dijo Kipling sorbiendo el té ruidosamente—. Si hubieran sido sus pupilas estaría, además de aterrado, ciego.
—Es mejor estar aterrado que enterrado —dijo, apareciendo por la ventana, el mismísimo conde Vlad Dracul, el de la historia, no el de los cuentos.
—¡El empalador!
—Casi. Ahora soy empapelador. Necesidades. Pego papales pintados con diseños de colmillos sangrantes en los cuartos de los niños.
—Pues a mí no me cae tan mal eso de estar enterrado —dijo un zombi.
—Pasaporte —exigió Kafka, que como todos saben era empleado de la Aduana Checa, mucho antes de que a su país le brotara Eslovaquia al sureste y más al sureste todavía, la famosa Rutenia, una región a la que no lleva ninguna ruta.
—No se afane, don Franz —dijo una enorme escarabacha (o tal vez fuera un cucarajo) saliendo del ropero—. Porque si se afana, con la suerte que usted tiene, lo llevan preso, lo procesan y lo condenan a cadena perpetua.
—Si no estuviera tan dado vuelta, lo fumigaría —dijo Edgar Rice Burroughs usurpando la identidad y la droga de su primo—. Pero estoy muy dado vuelta, hasta el punto que veo elefantes rosados colgando del techo y un hombre mono colgando de una liana.
—¡La conozco! —dijo Silvio Zapatero Berlusco saliendo de atrás del mostrador—. Incluso me acosté con ella; Liana Mendeleiev, una mujer periódica.
—¡Liana, la reina de la jungla! —Un yupie en taparrabos apareció saltando encima de los escritorios—. Y uno de los elefantes es Tantor.
—Admito que es un esperpento —le dije al oído a Javier—. Seguí vos mientras me preparo un tazón de leche con cacao.
—¿Cacao? Yo tomaré café. A fe que tomaré cacao.
—No empieces con tus juegos de palabras y retoma el cuento, que se enfría.
—¿El café?
—No, el cacao. ¡Qué digo! El cuento, se enfría el cuento.
—Está bien, trataré...
—… y uno de los elefantes era Tantor. Tanto va el cántaro a la fuente, que ya estaba cascado cuando lo tomó la lechera. De ahí el dicho y la fábula…
—¿De qué fábula hablas, Tarzán? Porque, que yo sepa, tu historia no tiene moraleja, sino mona vieja. Ah, y esa preciosa Jane.
—No me la nombres, que me estremezco. La atacó un mosquito gigante que le sacó más sangre de la que sería capaz de tomar Vlad en una sola sentada.
—¡Pasaporte! —gritó de nuevo Franz, contrariado de que su autoridad tuviera menos valor que una falsificación china—. Si quieren tomar el tren a tiempo, no deberían demorarse. Pero usted, señor Zapatero Berlusco, ya puede regresar por donde vino. En este cuento no admitimos a...
No bien terminó su frase, el presidente commendatore ya había desaparecido, tirándose a la Liana. Lo que no sabía es que su naturaleza periódica le iba a jugar una mala pasada…
Los demás tomaron el tren, que conducía un topo ciego. Ningún peligro, porque durante el viaje se atravesaban la multitud de túneles que taladran los montes de Bohemia.
En uno de ellos apareció un ferroestopista y la máquina tuvo que hacer chirriar sus frenos para no pasarle por encima.
—¡Ernesto! —saludó Kipling a Sábato, como si fuesen colegas de toda la vida.
—¿Me conoce? —preguntó éste, extrañado.
—No, pero ya había leído antes esta historia.
—¿A qué historia se refiere?
—A ésta que estamos escribiendo, usted, Kafka, Borroughs (William, no ese otro pervertido que ve elefantes rosas) y yo. ¿Acaso me va a decir que no la aprueba?
—Está bien. Pero no se haga el héroe. Que parezca como si este manuscrito se hubiera perdido y, cuando todos estemos en la tumba, un par de microcuentistas del siglo XXI lo encuentran y lo publican. Y por favor, ¡que nunca se sepa! ¡Ninguna referencia a nuestros nombres!
—Hágase —asintió Kipling, que disimulaba con sus aires de escritor y aventurero la impotencia que le había producido no ser coautor del Camarote de los Hermanos Marx. Afortunadamente, pudo resarcirse escribiendo esta historia, en la que no participaron ni Valle-Inclán ni Borges, como en un principio estaba previsto. El uno, por no dar la talla; el otro, por estar enfrascado en la búsqueda del Aleph—. ¡Pero sonría, Ernesto! —prosiguió—, ¿no le parece divertido?
Sábato movió la cabeza y continuó el viaje a través del túnel con la mirada lánguida y el gesto taciturno, pesimista, amargo como siempre.
—¿Y los elefantes? —le dije a Javier dándole un codazo en las costillas.
—¿Qué elefantes?
—Los del principio del cuento.
—¡Los elefantes que huyeron del bazar!
—Mis pupilos —sollozó el carnac.
—No tiene importancia —dijo Kipling reventando el pocillo contra la mesa, como le había visto hacer una vez a Dostoievski.
—¿Qué hace? —Miré a Javier haciendo un gesto significativo.
—No da para más, ¿verdad? —respondió mi socio.
—Terminémoslo aquí.
—Pasaporte —dijo Kafka—. Y esta vez no van a zafar.

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