miércoles, 21 de diciembre de 2011

La ventana - Ada Ines Lerner


Una pequeña crisis estalló a unos tres meses del casorio, quizás o no a raíz de que una noche fría, él abrió la ventana.
Robertito, los hombres sabemos, me digo, las crisis son una buena oportunidad para crecer.
Pero no nos dice la crónica en qué momento él comenzó a sentir galopar la sangre y tampoco por qué comenzaron a brotar de sus ojos mariposas como las que a pocos metros de allí brillaban al sol, en el jardín de la vecinita.
No habrá complicaciones”, dijo el médico, “es gripe y restos de un antiguo desorden bronquial en la infancia”. ¡Ya decía yo que la vieja bruja había hecho todo mal!. La gripe de su mujercita puso un poco más densa la relación con la familia de ella. Nada que no sea normal en una pareja, nada que no haya venido arrastrándose desde el día en que comenzaron a planificar la fiesta de la boda.
Los hombres, Robertito, podemos avanzar o retroceder en algunas cosas, pero hay peleas que no podemos perder. No puedo detenerme ahora, me digo. Si sólo se trata de una gripe pasajera. ¿Para qué necesitamos a tu madre, aquííí ?
Él ya faltó a su trabajo varios días.
Robertito, me digo, seguro que Tartufo ocupó tu box privado, tu amado sector. Desde ahí él puede controlar a sus subordinados, vigilar el ir y venir de las minas y registrar los movimientos de los cabecillas.
Robertito, pronto llegará el olor puro de la libertad, un soplo fresco y brillante, me digo.
Entonces él se trocará en una especie de héroe; mareado por el vértigo de la libertad próxima discurre sobre lo que espera encontrar más allá de ese boquete negro en que lo sume el encierro. Esto debe ser lo que sienten los presos cuando espían (o expían) por el ventanuco de la celda, la luna y la luz del farol en la noche angosta. Él duerme de a ratos, atento a los horarios de la medicación. Avanza la constancia masculina y retrocede la fiebre. Aunque a veces ella está fastidiosa con los picos de temperatura que, según dicen, es normal a la hora de las brujas.
A propósito de brujas, me digo, la posibilidad de alejar a mi suegrita de mis dominios hace que yo redoble mi cuota de paciencia.
Entre tanto, ha fallecido (¡qué inoportuno!, me digo) un primo político y ellos faltaron al velatorio. “Por culpa de ése (el marido), el finadito ya no tendrá tu adiós, nunca más”, le dice la madre por teléfono y ella se echa a llorar y lo cubre de reproches e improperios.
Robertito, el directorio ya debe estar afilando las garras.
A uno de sus protegidos (el más útil correveydile, me digo) lo destinaron al archivo; la secretaria se queja de haber sido acosada por un gerente rival y el nuevo tesorero lo reclama en términos de “la cámara de torturas a que me veo sometido por tu culpa”; el cadete se abrió las venas con el pisapapeles, cuyo borde afiló en la pared del baño de hombres (por fin servirá para la apertura del correo, me digo). Esta es la vida de esos desgraciados subordinados suyos, sus esperanzas y desalientos.
Robertito, a los hombres la congoja de ellas: palidez, sed, malhumor y dolores que las aquejan, nos sensibilizan, me digo, fijate que la fatiga viene decreciendo desde el pecho de tu mujercita.
En plena recuperación, ella camina alrededor de la habitación, se alimenta regularmente y la sangre retoña en todo su cuerpo.
Entonces a él se le ocurre lo de la ventana.
Robertito, me digo, es sólo una aberturita, unos minutos ¿qué puede pasar?.
Se convierte en una idea frenética. Lo siente cada vez más posible. Pero está tan absorto en sus emociones, que no puede darse cuenta de que no es aconsejable. Se acerca a la ventana. Jugando manotea en el vacío y siente que es él quien se está quedando sin aire, como si una piedra lo estrangulara. Procura retroceder pero sus piernas forman parte del aire, se desmoronan, ya ni las siente. Se está ahogando en un río etéreo y claro. Deja de moverse, de pugnar inútilmente. La asfixia se va transformando en una inexplicable delicia. De golpe, tiene exacta conciencia de lo que va a suceder:
La fiebre te ha inundado, Robertito, estás enterrado hasta más allá de las piernas, me digo.
“No es más que una simple gripe”, dirá el médico.

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