domingo, 25 de diciembre de 2011

La amistad es más que un parche – Héctor Ranea


Tengo un amigo con el que nos quedamos varias noches escuchando los sonidos que produce Júpiter en la banda de 19 m (en los 12 m). Seis noches durante las cuales hicimos, además, un trabajo original sobre la derrota de los incas con las tramoyas de Pizarro, musicalizamos un poema sobre Güemes, escribimos sobre la derrota de los kamargos a manos de los columpíados en la batalla de Firdchester que en realidad fueron tres seguidas y muchas otras cosas que no vale ni la pena recordar.
Una noche, el flaco Marun pasó a ver qué estábamos haciendo y nos trajo una historia que para mí era falsa, pero para mi amigo era verdadera como nosotros.
Resulta que un conocido nuestro había conseguido una mujer inflable. El problema es que a este tipo de mujeres no se las inflaba con aire así como así. Había que darles una serie de cosas, porque después duraban bastante más que las comunes. De hecho, sabíamos por lo que escuchábamos por ahí, que duraban hasta diez años o sea, al final debía ser un embole total. Pero, mientras, eran excelentes, según algunos, fastidiosas según otros.
Marun estaba como poseído cuando hablaba de esas mujeres; lo que lo excitaba era la panoplia de situaciones posibles con ellas. Le recordamos que era un deseo falso de algunos imbéciles y que por favor no empinara esa botella porque se ahogaría en su propio pensamiento bellaco. Eso de las mujeres obedientes, objetos sexuales o robots domésticos era una situación común en muchas obras de escaso valor estético y mucho prejuicio. Excesivo prejuicio, a nuestro gusto. De modo que le solicitamos que terminara su narración, por otra parte urgidos como estábamos de controlar las pruebas de galera de un libro sobre el asunto de la ética del trabajo en Hobbes y el drama en cuatro actos: “Jacinta, muy aguda tu voz” aparentemente una obra perdida de Huxley. Mientras escuchábamos a Júpiter, claro.
Entonces Marun nos explicó la parte central (que es la que considero falsa) y es que la mujer intentó cometer suicidio cuando supo que su marido salía con otra, atando su brazo a una de las puertas giratorias de un banco, de modo que un usuario, en su ímpetu natural, le produjo un desgarro por el que comenzó a escapar violentamente el gas que la llenaba, haciendo que volara hasta la parte superior de un fresno. Los bomberos lograron retirarla y reparar el daño en breves momentos por lo que la mujer continuó con sus tareas. Pero al volver a su casa y encontrar de nuevo al marido con otra inflable la amenazó con una tijera de plasma y luego casi lo corta a su marido quien huyó para contarlo, pero nada podía saber del fin de la otra mujer.
No creo nada de eso, por supuesto. Para mí, el único tipo de mujer inflable es el que venden en el mercado con inteligencia para ciertas cosas, pero me entra la duda cuando lo veo al flaco Marun que nos encara, nos acorrala en la habitación de la radio y comienza a desinflarnos arrancándonos los parches con los que nos hemos ido arreglando.
Cae en la cuenta de que somos varones inflables, no mujeres inflables, sonríe con esa sonrisa torcida que tiene cuando se pone sarcástico y, a punta de tijera, nos obliga a prepararle una cena tardía, luego el mate de la madrugada y el desayuno de media mañana. Fiel a su concepción de los robots, nos deja tirados en medio de la calle, desinflados, mugrientos, violados y llenos de líquidos que no son naturales y, para colmo, sin poder escuchar a Júpiter.
De esta no zafaremos, a menos que a los bomberos se les de por entrar en casa. Lamentablemente, hace poco que pasaron para hacernos la revisión anual, haciendo la vista gorda sobre el hecho de que mi amigo y yo habíamos matado a nuestra dueña por no dejarnos escuchar Júpiter en la banda de diecinueve metros.

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