viernes, 23 de diciembre de 2011

El mito transformador – Ricardo Giorno


Las mentes que vagan por la inmensidad del océano del aburrimiento, contemplan con espanto este mito que alcanza únicamente al hombre —varón, macho, semental— entre los treinta y los cuarenta y cinco años.
Mito antiguo, si los hay. Comienza con picazón en las axilas, seguido de flatulencias con marcado olor a pescado podrido. Si al día siguiente la víctima se despierta en su propio cuarto con los ojos cubiertos de lagañas, el terror lo invade. Es más, la pavura se extiende a sus seres queridos. Entonces, el marcado por la desgracia deberá sobrellevar una pesada sucesión de acciones, tendientes a evitar convertirse en un animal.
El mito dio vuelta la tierra y es así que en cada región los usos y costumbres cambiaron las creencias sobre qué tipo de animal puede transformarse el hombre, entre treinta y cuarenta y cinco años, más no así los antídotos destinados a evitarlo, que son comunes a todos.
Por ejemplo, en Argentina se cree que la transformación devengará en burro, por lo que algunas esposas no lloran y sólo lo hacen la madre y los hijos —si los tuviere— del infortunado. Está también Italia, donde se cree que el hombre puede llegar a ser toro, por lo que está muy bien visto que, por si acaso, se comience por ponerle los cuernos.
El abanico de posibilidades es tan vasto y variado que resultaría agotador comentar los diferentes casos. Vale la pena advertir, por si acaso, que el mito pudo ser demostrado en tres ocasiones. En la primera, el trabajador del acero esloveno, Tetor Cylatinay, disfrutó la calma que precede a las tempestades. Desoyó los consejos de su familia y pronto los resultados estuvieron a la vista. Primero fue un pie, luego la mano, más tarde se le endureció la espalda. Pronto se convirtió en una tortuga. La familia estuvo a punto de perder la casa y la fuente de ingresos fue nula hasta que a la abuela se le ocurrió la idea: alquilar a su nieto para que los turistas den una vuelta por el pintoresco pueblo montados en la caparazón de Tetor.
El segundo fue el cazador de la sabana de Zaire, Bwebvó Ntregate, que habiendo sufrido los síntomas salió de cacería con sus amigos, desoyendo las súplicas de sus cuatro jóvenes esposas, siete suegras casaderas y veintidós hijas adolescentes. Volvió, acompañado de sus amigos, convertido en oso hormiguero. Su familia lo maldijo, echándolo de la pobre choza que era su hogar. Mal hubiesen terminado los días del pobre Bwebvó si sus amigos no hubiesen hablado con el rey del lugar. Ahora, el hoy oso hormiguero, transita sus días desparasitando los jardines reales, mientras observa cómo sus antiguos camaradas, cual hormigas traviesas, se encargan con total dedicación a tapar los numerosos hoyos de lo que fuese antes su empobrecido hogar.
La tercera transformación ocurrió en Brasil. El agricultor Pelé Zopedade Tudos se encontraba en el bar del pueblo, cuando las axilas comenzaron a arderle. No prestó mayor atención a ello, pues se había bañado tan sólo una semana atrás y tenía otras dos por delante hasta la próxima ducha. así que con sus amigos empezaron a beber sin que nada ocurriese por algún tiempo. De pronto los parroquianos sintieron que el mar quería invadirlos, aunque se sabía que se encontraba a centenares de kilómetros del pueblo. Una marisma rancia y pegajosa se abatió sobre los presentes, a tal punto que el bar se vació. Quedaron el dueño, Pelé y Garchinho, un habitué que no le hacía asco a nada. Al ver que la diversión terminaba, Pelé decidió volver a su casa, pero Garchinho insistió en que se quedase a beber, que él convidaba porque se sentía solo. Pelé no recuerda cuánto bebió, pero despertó entre medio de los pastizales que crecen cerca del bar, con los ojos entrecerrados por las lagañas y un tremendo dolor en las asentaderas, cuyo origen desconocía. No se fue para su casa sino que sin siquiera pensarlo dos veces se internó en la selva. En seguida le crecieron pelos por el cuerpo y antes de darse cuenta estuvo convertido en un extraño mono tití (extraño por el tamaño, claro). Sólo por las ropas que se dejó puestas sus amigos lo reconocieron y a partir de aquel día fue la atracción del pueblo como el mono que más rápido pelaba la banana.
Sé que a esta altura del relato, tenebroso por cierto, a varios de ustedes, hombres entre treinta y cuarenta y cinco, arrinconados por el temor, le empezaron a picar las axilas. Seguramente, muchos estarán aguantando esas flatulencias hasta convertirlas en algo nocivo para el organismo. No os preocupéis, varones míos, aquí les daré la fórmula para que podáis ahuyentar al animal que anida en vuestro interior.
¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué ha expirado el tiempo? ¿Qué tiempo, madre mía? Ah, el tiempo del relato, ya caigo. Bueno, entonces me despido con las palabras del mundialmente famoso Licenciado rumano Tedoy Porelculescu:
“No comas lo que te gusta que te coman”

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