lunes, 19 de diciembre de 2011

Arenaza de colores - Eduardo Betas

Ese día Arenaza amaneció de colores. En verdad no sucedió en un día. Fueron meses de trabajo. Pero aquella mañana de primavera, en ese pueblo bonaerense, parecía ser el primer día del mundo. Tal vez por aquello de que descubrir no es encontrar cosas nuevas sino mirarlas con otros ojos, los habitantes de Arenaza se sorprendieron al ver que por los frentes de sus casas se trepaban colores vivos que ocultaban aquellos blanqueados de cal que habían tenido durante los últimos cien años.
Porque ese día, Arenaza –un pueblo más en el horizonte tieso de la pampa húmeda- cumplía cien años. Por eso todos salieron de punta en blanco de sus casas de colores nuevos.
La idea fue de Teresa, una artista que consiguió casi cinco mil litros de pintura y empezó a convencer uno a uno a los trescientos y pico de vecinos que tenían que pintar sus frentes. Algo que no le fue fácil.
- ¿Quién le dijo a esta porteña engrupida que nosotros tenemos que hacer lo que nos dice?
- Si las casas siempre fueron blancas por algo ha de ser. Y así tienen que quedar…
Éstas frases comenzaron a escucharse por las tardes en el bar, donde había estado la vieja pulpería del pueblo. Allí se reunían los hombres de Arenaza a tomar una ginebra antes de volver a sus casas.
Mientras tanto, Teresa se hizo fuerte entre las mujeres, porque sabía, por mujer también, que el hombre puede decir mucho fuera de la casa pero adentro, entre las cuatro paredes, la cosa cambia…
Y las cosas cambiaron y las casas comenzaron a cambiar de color. Primero, tímidamente pero después la pasión del color se adueñó del pueblo y todos se pusieron a pintar.
Claro que junto con los colores, en las paredes comenzaron también a aparecer las diferencias. Diferencias que no estaban ocultas sino más bien gastadas, corroídas por la rutina. La cal no había podido quemar las historias de esa gente que se fueron quedando allí en ese pueblo, porque esperaban algo o porque ya no esperaban nada.
Las historias de cada uno comenzaron a aparecer junto con los colores. Albino, por ejemplo, aquel viejo portugués inundado de silencio, decidió pintar en su frente una ondulante franja azul profundo y sin necesidad de que nadie le preguntara nada, le contaba a todo aquel que se detuviera delante de su casa…
- ¿Ve? Así era el color del mar en mi pueblo – y tocaba la pared como si el color le dejara las manos mojadas de agua salada.
Con la casa de Doña Lucía muchos descubrieron por qué, la vieja más vieja del pueblo, acomodaba todos los días al atardecer una sillita de paja y se quedaba hasta crecida la noche, sentada, con su mirada ceniza clavada en el camino por donde se entra a Arenaza. Ella le pidió a Teresa que la ayudara a dibujar un cielo naranja, un suelo marrón y en la línea del horizonte, un puntito. Pero el puntito lo pintó Doña Lucía porque, dijo, “yo lo conozco a mi hijo”. Entonces, desde aquel día, en lugar de sentarse mirando hacia el camino, lo hacía mirando el frente de su casa, hundiendo sus ojos grisáceos en aquel puntito.
Pero aquel día de primavera en que Arenaza amaneció de colores, se fueron juntando tempranito todos en la plaza, frente al también recién pintado monumento a San Martín, para celebrar el aniversario. Y sin que nadie lo propusiera, comenzaron a caminar juntos por las calles de ese pueblo renovado deteniéndose ante cada casa para que el dueño contara su historia en el por qué de los colores que había elegido para pintarla. Y ahí se dieron cuenta que se veían y se saludaban todos los días, pero realmente no se conocían. Allí descubrieron que quizás el miedo a que las diferencias los separaran hizo que pintasen siempre sus casas de blanco, hasta que llegaron los colores y sintieron entonces que ese pueblo centenario y fiel comenzaba a ser un arco iris en la Tierra.

Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar