martes, 18 de octubre de 2011

Verdadera historia de la risa - Lilian Elphick


Ah, queridas lectoras, esta historia que les voy a contar no la olvidarán, aunque la nieve la congele y la arena del tiempo la cubra. Aunque me la roben de aquí, llevándola encadenada, perdiéndola después en la estepa infinita, cuando la noche saca a relucir sus navajas de filo pendenciero. Nadie que tenga un corazón noble podrá desdeñar estas palabras, porque la risa merece ser contada. Es más, en el minuto breve sobrevive la maravilla.
Hace muchos años, en un pueblito cuyo nombre tengo en la punta de la lengua, vagaba por la esquina de la saciedad Menti Rosa, mujer hecha y derecha, morena de luna entera y caderas que enceguecían a quien osara mirarlas. Demás está decir que todos los hombres del pueblo andaban tanteando las paredes y trastabillando sus olvidos. Es también innecesario agregar que cada madrugada Menti Rosa bebía leche de burra, y que de sus generosos pechos brotaba un manantial alimenticio convertido en queso y otros derivados que no citaré por ahora. Donde iba Menti Rosa surgían tornados y los sombreros partían lejos; así el destino cambiaba de punto cardinal. Las nubes hacían su agosto, juntándose en manadas sin arriero ni perro pastor, y descargaban su lascivia, mojándolos a todos, menos a Menti Rosa que se mantenía seca y voluptuosa, el pelo ordenado en horquillas multicolores, esperando, esperando.
La vida de Menti Rosa era un sueño. Y ella reía mostrando las muelas del juicio, mientras la falda se encabritaba a lo Marilyn, dejando poco a la imaginación, porque se le veía hasta el alma. No, queridas, ella no usaba ropa interior. Para qué. Menti Rosa era de una sola línea y vieran cómo opinaba en las reuniones sindicales: el puño en alto, la voz poderosa, el pensamiento claro. ¡Debemos unirnos! Y todos se unían a ella, cantando La Internacional, adosados como la pestaña al ojo o la uña a la mugre. Salvo, claro está, Blas Femo, ex ladrón de almohadas que, en esa época, se ganaba la vida corriendo por las propiedades de los otros. Algún día vendrá a mí, murmuraba Menti Rosa, rodeada de sus fanáticos, mientras Blas enrojecía de timidez y deseo, y corría por los campos, buscando a una oca de pluma joven a quien llorarle sus penas.
Pero Blas no fue hacia la mujer de risa tan estridente que las viudas y damas de fina virtud usaban tapones en los oídos para no contagiarse. Blas huyó de la de ojos verdes para tener un recuerdo entre sus manos heladas, una historia de amor para contarse a sí mismo las trescientos sesenta y cinco noches solas del año.
Fue entonces que la risa se acabó. Por el pueblo rodaban bolas de pajonales y el viento ululaba sus últimas maldiciones. Menti Rosa se debilitó y escondía sus guiñapos lecheros bajo la manta de Castilla que algún caritativo le donó. Las amas de casa se apiadaron y le regalaron un calzón con elásticos vencidos. Los hombres le hicieron una cama de heno en el cobertizo de los caídos, para que ella reposara los huesos y la incertidumbre.
Y todo volvió a ser como antes: hambrunas, sequías o ríos desmadrados, según la estación.
Blas corría por los caminos habituales, llevando consigo la risa de Menti Rosa. Algunas veces se detenía y de sus bolsillos remendados la sacaba, y era un polluelo ínfimo, de pelusilla acariciable. Los árboles crecían; los alambres de púa se desenroscaban; las cercas de madera caían a la tierra húmeda. Y Blas, por primera vez en su vida, reía junto a la otra risa, ya sin dueña.

A Михаи́л Миха́йлович Бахти́н