martes, 23 de agosto de 2011

Juego de cabezas - Gabriela Colombo


Los primeros meses descansé en un canasto de mimbre que crujía al menor movimiento. Desde aquel podio blanco, apoyado sobre patas de hierro y repleto de moños de seda, me exhibían todos los días. Habían organizado un entretenimiento en el que participaban cientos de cabezas. Los contendientes surgían sorpresivamente por encima de las paredes de mimbre para observarme y, en cuanto detectaban que estaba alerta, se daba inicio al show el que, dependiendo del caso, podía ser musical o silencioso. La consigna consistía en hacer muecas, cantar, hablar, mecerme o reír; los ganadores serían aquellos que obtuvieran cualquiera de mis siguientes señales: una sonrisa —aunque sólo fuese un esbozo de ella— o la calma de mi llanto. Con suerte, si el jurado lo permitía, me sacaban a pasear un rato.
De niño adoraba ser el centro de atención y mantuve esa costumbre hasta mis últimos días.
Dejé de ser un ciudadano común, curiosamente, un año en el que me interesé por algunas cuestiones que surgían de la multiplicación de números pares: bailaba el 2x4 como ninguno, descansaba en una 2x2 y manejaba una 4x4. Ese mismo año, cumplí los cuarenta y con un poco de suerte, contactos y carisma me convertí en líder de una sociedad. Por una década mi nombre estuvo en boca de todos y con un solo chasquido de dedos logré que muchos de mis sueños se hicieran realidad.
No quedó nada pendiente en el tintero de mi vida, disfruté del poder y de los más variados placeres. A veces, hasta resulta gracioso e irónico pensar que un tipo, simple como yo, se fuera a eternizar en enciclopedias y libros de historia.
Hoy es un día agitado menos para los que me rodean; es mi último día. A mi alrededor hay un gran despliegue de seguridad. Parece que un nuevo show está por comenzar. Por lo menos el escenario está montado. Yo permanezco inmóvil y atento.
De repente las cabezas comienzan a surgir y me miran curiosas; hay un grupo, el de las más jóvenes y tensas, que aparecen con ojos grandes, hacen alguna mueca o ríen y se marchan. Están también las melodramáticas que gritan, me sacuden y lloran aunque la mayoría son cabezas pasivas que muy serias se asoman y sin mover ningún músculo facial se retiran. Hay cabezas que lucen grandes anteojos negros, otras se esconden detrás de cámaras fotográficas, hay un par que son de televisión. Son cientos y el desfile parece de nunca a acabar. Muchas de ellas ni las conozco. El juego me divierte tanto como en mi infancia, aunque no comprendo bien cuál es el objetivo porque no me puedo mover y tampoco veo ningún jurado.
Sigo mirando la pared brillante de caoba que me rodea a la espera de que algún demorado se acerque y haga algo interesante… Hace un rato que no se asoma nadie. Todo terminó. Me aburro y pienso en lo que está por llegar. Las voces se alejan, juego a calificar los tipos de cabezas en función a los sonidos que se escuchan. La última cabeza me mira y cierra la caja. No viene nadie más, sé perfectamente lo que sigue…Es la hora.
Allá voy: un pestañeo de oscuridad, miles de cabezas y voces girando en un ruidoso tubo de colores. Mis células reciben el impacto de infinidad de memorias y sensaciones. Tiemblo y río por las cosquillas que me produce la súbita caída libre, permanezco un instante de eternidad flotando en una leve cama de niebla, hasta que se me tapan los oídos y subo a gran velocidad. Me transformo en una bola sin extremidades; la luz me envuelve para hacer el balance de esta vida.
Grito un ¡Noo! con toda mi alma, el ¡NO! rebota en cada placa de mis dulces memorias y produce un eco que se expande hasta el infinito. No es lo que quiero, pero lo cierto es que estoy volviendo. No hay opción. Seguiré y seguiré volviendo.
Caigo a una velocidad inexplicable que desfigura mi cara y me impide abrir los ojos. Mi piel cansada se despega y me carcome el frío. Un remolino cargado de gente y situaciones, que opté por ignorar, deliberadamente se despliega frente a mi cara. Siento el hambre, la desolación, la pena y la injusticia circular por mis venas. Soy succionado con fuerza y cuando el tubo se esfuma vuelvo a sentir la calma. En esa paz recapacito, descanso.
Me quedo flotando por un tiempo en aguas serenas. Una tarde, abro los ojos y decido salir a verlos: son unas siete cabezas con gorros y barbijos. Aparecen por encima de una pared de acrílico transparente; peso un kilo cien, a mis pies hay un cartel con un moño rosa que dice “Manuela”.
Una sola cabeza permanece siempre a mi lado, lleva el gorro más bonito, sus ojos destellan ternura, una de sus manos acaricia mi cuerpo y la otra juega con mis pies.
Cierro los ojos. Estoy juntando energía. Finalmente decido tomar partido en ésta, mi nueva vida.

Gabriela Colombo

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