sábado, 20 de noviembre de 2010

Una versión – Héctor Ranea


–No pregunte mi nombre, le ruego. Casi no lo recuerdo, pero si lo hiciera, seguro que sería para llorar amargamente. ¡Qué quiere que le diga, desde acá, en esta isla prácticamente desértica, de no ser por esta nación de gentes amables pero sin religión!
Sé que se me conoce por esas cosas que alguien encontró en la botella que tiré al mar. A fe mía que nunca pensé que eso pudiera suceder en realidad, pero alguien lo encontró. No sé por qué no lo quemé. Además, cayó en manos de inescrupulosos que se lo adjudicaron a un misterioso enviado y armaron un revuelo insólito. Ya sé. Ya sé. No estoy siendo claro. ¿Hablo en enigmas? Bueno, tal vez sea porque me quedó el estilo de eso que eché al mar. Ojalá nunca lo hubiese hecho.
El viejo quedó como suspendido.
–¿Qué? ¿Que cómo empecé? ¡Me fumé! Así como lo oye. El viejo de la isla me pasó unos hierbajos que se fuman y vi todo eso. Lo escribí después de muchas noches que no podía sacármelo de la cabeza. No. No sé qué me dio a fumar. No puedo decir si sentí placer o no. Algo de paz, al final, como para olvidar que estoy en esta isla ya ni sé por qué ni para qué.
Las olas silenciaron unos segundos al viejo.
–Para peor de los males, el tergiversador que encontró lo que mandé por mar eligió unos pedazos y falsificó la mayoría. No sé cómo no me di cuenta de qué era lo que iba a suceder. Suena tan obvio ahora. Sí; suena obvio, además, que pude haber hecho daño. Sé que mucha gente se ha matado entre sí por esto que dejé en manos del azar.
Los nativos de la isla se pasearon desnudos ante nosotros. El viejo los miraba con el lejano placer de una libido casi olvidada o, al menos, inútil. Rió sordamente y me miró bien a los ojos. En los ojos tenía un mar grabado desde su exilio.
–Me reí mucho con eso de la batalla final. ¿Sabe? Ni qué decir de otras sandeces que inventó. Ni cercano a mis visiones dentro del humo de ese cactus que me dieron a fumar. Ni cercano. Si al menos hubieran pasado esas visiones a la gente, la necesidad de amor hubiera sido más fuerte. Pero ese criminal, ese criminal.
Hizo silencio.
Tomó aliento como quien quiere iniciar una polémica ardua, con vehemencia de orador de barricada. Pero espiró sin decir nada inteligible. Un murmullo de multitudes salió con esa espiración profunda, como si los demonios que lo habitaban intentaran hacerse oír.
Cuando los nativos se nos acercaron con sus sones de baglamáes, los cientos de kabazurmas, rebecs, kemanes, tarabukas, el viejo se incorporó y parecía ser tan alto que hube de ponerme en pie para poder hablar con él.
–Pareciera que por fin vienen a anunciarme que puedo morir. Todo este tiempo para expiar el pecado de enviar por mar un sueño que fue mal usado –se sonrió no sin amargura—. ¿Así que los caballos eran cuatro? No podría precisarlo, tampoco sus colores ni su función. Pasaron tan veloces, tan hermosos, mojándose el cuello, refrescándose en el agua. No hay muchas cosas tan hermosas como caballos cabalgando a orillas del mar, salpicando espuma. No sé cómo nadie se puso a pensar que esos cuatro jinetes no irían felices de semejante visión.
Hizo silencio.
Los músicos le acercaron algo que bebió. Luego comió un pan venerable. Y se fue a nadar.
Las canciones hablaban de medusas.

1 comentario:

Kheila Vizarraga dijo...

jejejejej ;D no ta breve aveces necesitamos mas palabras, ta bien!

ESPERO QUE PASES POR MI BLOG, COMENTES Y TE HAGAS SEGIDOR/RA MIO. GRACIAS, TE ESPERO!