martes, 19 de octubre de 2010

El descenso de Orfeo al Inframundo en busca de la bella Eurídice - Francisco Costantini


El camino que une el Inframundo con la superficie es larguísimo. Orfeo hace todo por amor, pero sabe de las dificultades: ha tenido que sortearlas una por una mientras descendía. Ahora, con Eurídice a sus espaldas y sin la posibilidad de girar para observar su bello semblante, el ascenso será infinitamente peor.
Pasan las horas. Demonios de toda índole intentan detenerlo, pero el héroe consigue abatirlos con su arte, aunque de a poco va comprendiendo que la mayor tortura no consiste en la imposibilidad de contemplar a su amada, sino en esa misma imposibilidad sumada al monólogo ininterrumpido que ella ha sostenido desde que comenzaron a subir. Habla de organizar una fiesta ni bien salgan de ese lugar repugnante, cuenta cómo se imagina la vida de ambos con todos los hijos que tendrán, incluso en algún momento deja entrever cierto resentimiento porque esperaba que Orfeo llegara mucho antes a rescatarla de la manos de Hades y Perséfone.
Al principio él se limita a responder cosas como sí o no, hasta que finalmente se cansa y ya nada dice. Pero piensa. Piensa que Eurídice es bellísima, pero más lo sería si fuera muda. Se da cuenta de que lo suyo no es amor, sino una estúpida pasión que lo hizo actuar como si se tratara del más imbécil de los humanos. Arriesgó su vida por una calentura, se increpa.
Falta poco para llegar a destino: vislumbra los rayos solares allá afuera. No va a hipotecar su vida por una calentura. No. Además, los muertos están muertos; hasta los hijos de Apolo deberían respetar algo así. Por eso es que Orfeo gira, justo a tiempo, cuando todavía el último pie de la verborrágica Eurídice no ha abandonado las sombras. Es cierto que se le estruja el corazón cuando ve semejante belleza desvanecerse para siempre, pero no hay nada como la tranquilidad. Y ninfas, se dice, ninfas hay muchas.


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