martes, 4 de mayo de 2010

Continuidad de la memoria – Héctor Ranea



Todos los días caían más familias enteras. Como nos acomodábamos, siempre había un poco más de lugar.
Estábamos descansando de nuestro turno de recepción en rueda de mate, cuando Eze se tiró un sonoro pedo y Batur recordó, entre solemne y divertido
–“Ed elli avea del cul fatto trombetta”. Dante, Inferno, canto XXI. Maravilloso.
Algunas chicas salieron a abrir las ventanas riéndose.
Eze le dijo a Batur de dónde sacó eso.
–Lo dije. La Divina Commedia.
–¿Y cómo es que la sabés? –preguntó Nacky.
–En mi anterior viaje tuve que pasar por la lectura de esos clásicos. Es bastante lo escrito sobre el tema. Ensayos de Borges, de rabinos incontables, de Papas.
–Contanos un poco –dijeron.
Batur sonrió. Entre sí y sí dijo: “Somos legión”. No se hizo rogar demasiado, sólo lo suficiente hasta que estuvieron todos callados.
–Tengo muchas memorias pero poca memoria. Leí mucho, viajé mucho, reí mucho, amé mucho, pero se me olvidó casi todo.
–Recién te surgió un verso de Dante sin proponértelo –dijo Vickeray una rubia joven e inquieta.
–Algunas cosas uno nunca las olvida. Así funciona la memoria. Para todos. Las cosas recordadas en realidad son las que usamos más. No es que nuestra memoria tenga largo alcance. Sólo recordamos lo que nos sucedió hace poco y, si entre eso que nos sucedió vamos recuperando cosas del pasado, pareciera que nos acordamos de cosas lejanas, pero no.
Él continuó
–Pero volviendo a los infiernos, te podría contar a cuáles fui. Fui al de los griegos con Homero, al de los troyanos también. Algunas óperas me permitieron viajar con Orfeo y las esculturas también ayudan. Bernini me enseñó la carne hecha mármol. Los de la Biblia… tantos, en realidad.
Prosiguió después de una pausa.
–Podríamos hablar de las Metamorfosis.
–¿Ovidio? –Preguntó Vickeray.
El viejo Batur sonrió para adentro. Se daba cuenta de que Vickeray sería quien tomaría su puesto. Tendría que llevarla con él a recorrer el lugar.
Mientras esto sucedía, seguían llegando gente expulsada, gente que venía a refugiarse. Las primeras instrucciones que les daban los voluntarios les servirían para los primeros tiempos. El problema fundamental eran los víveres. Había que salir a buscar y traer, repartir y consolar.
El viejo Batur les contó lo que recordaba de las Metamorfosis, de cómo nació el laurel, de Io, de Cicno, de Dafne, pero la que más les atrapaba, sobre todo por el entusiasmo de Vickeray en querer saberlo, era la historia de Danae y la lluvia de semen dorado en la que se debió convertir Zeus para poder amarla.
Vickeray miraba al viejo ya con otros ojos. En su mirada se retrataba un deseo con tonos más profundos, con los trazos de Merisi; a pesar de la juventud de ella, la vejez de Batur parecía un atractivo y eso convencía al viejo de que era la elegida para continuarlo. Era la que sería su memoria. Como él continuaba la memoria de otra mujer excepcional.
El grupo debió deshacerse porque llegaban los turnos para ocuparse de los recienvenidos. Vickeray se acercó a Barut mirándolo con ojos muy profundos, muy suaves, muy jóvenes, desafiantes. El viejo se turbó. Escondía todo lo que podía su cuerpo del de ella que se insinuaba hacia una conclusión que debía ser fatalmente irreversible.
–Comprendiste, veo, mi mensaje, joven Vickeray. Tus memorias se unirán a las memorias de todos los que nos preceden. Tendremos poco tiempo para contar todo lo que recordamos; así propagarás las memorias para que no se pierdan.
–Algunos llaman a esto posesión, Batur.
–Efectivamente. Y en verdad lo es. Tenemos que poseernos.
–Estoy lista para que me poseas –dijo ella tocándolo con las puntas de sus pechos de tal modo que Batur sintió un puñal doble clavándose suavemente en él.
–No sé si yo estoy listo, niña. Tenemos que hablar mucho. Tengo que pasarte las memorias. Vamos al jardín.
Desde ahí se veían las filas de los que venían a refugiarse.
–No entiendo por qué siguen viniendo –dijo la joven con aire de que se hacía por primera vez esa pregunta.
–Es la última esperanza. Nos llamamos así, pequeña Vickeray.
–Quiero que me poseas, viejo.
–Curiosa paradoja, niña. Serás el exorcista de mis memorias para ejercer la posesión. Porque tus modos me están enseñando que no necesitarás demasiado tiempo para extraerme todo y llenarte de mi historia larga y escondida.
Ella estaba excitada con la posibilidad de obtener el conocimiento de la vida y de la muerte, porque presentía que ese viejo le daría todo al despojarse de lo que lo habitaba. Y lo quería todo. Estaba ansiosa, hambrienta de conocimiento.
El viejo asentía como si leyera sus pensamientos y en sus ojos brilló la juventud, bajo un árbol de guindas él la abrazó, se desnudaron, tuvieron un intercambio sexual en el que sus carnes enrojecieron como las frutas de ese árbol y se metamorfosearon como mariposas, peces de cientos de colores, azucenas, malvones, alhelíes, pasaron por ser babosas, caracoles, sapos y culebras, hasta que al fin yacieron como diablos en celo por horas y horas, transfiriendo él lo que sabía a ella.
Al final, cuando el viejo estaba dormido ella vio que el árbol era ahora un manzano, que el viejo había muerto, pero, sobre todo, que él estaba dentro de ella, que le hablaba con miles de voces, de recuerdos, de sensaciones que ahora sabía, que había vivido gracias a él y a la teoría de hombres y mujeres que transfirieron la memoria de la verdad de las cosas. Se sintió exorcista, bruja, mujer. Ahora entendía qué venían a buscar los tantos peregrinos. Sabía que estaba encinta y que prolongaría al viejo Batur porque así prolongaba a todos. Poseída y a la vez poseedora: la condición ideal de las profetas.

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