lunes, 11 de enero de 2010

La madriguera - Eduardo Poggi


Los fines de semana Gutiérrez se dedicaba al cuidado de su jardín: rastrillaba hojas, cortaba el pasto, podaba los rosales. ¡Una paradoja! En este mundo, Gutiérrez se sentía una hormiga: trabajaba y obedecía. Y, en algunas tareas, hasta había sido reemplazado por una máquina.
Mientras recogía las hojas caídas del plátano, Gutiérrez pensaba: ¡si pudiera apretar el soñado botón de mando! Desde pibe, Gutiérrez había fantaseado con un simple botón que, al apretarlo, le permitiera evadir cualquier situación desagradable. Por ejemplo: apretarlo, y que la basura apareciera embolsada; o mejor aún: apretarlo, y que las hojas esparcidas desaparecieran; que el pasto no creciera, que los rosales se podaran solos. De haberlo tenido cuando mi viejo venía a pegarme, especulaba Gutiérrez, lo hubiera apretado y puf, papá evaporándose junto al rocío, allá lejos, donde las mariposas revoloteaban. O en aquel viaje a Córdoba cuando volcó el Chevalier: hubiera pulsado el botón y páfate, el micro sobre sus ruedas, por la ruta, transitando sobre un colchón de plumas.
O ahora, para cambiar a este mundo de mierda. O, al menos, para zafar.
Gutiérrez evocaba todo esto y, al mismo tiempo, se quejaba porque el viento había desparramado las flores del Jacarandá.
Rumiaba su bronca, punteaba la tierra, y zas: la pala que choca contra algo duro. Se agacha, levanta la piedra, y ve un agujero rodeado de tierra húmeda y suelta, manchas de color blanco, gris, verde. Parece excremento de algún bicho extraño, pensó. ¡Qué olor nauseabundo!
Vaya uno a saber qué será esa porquería, se cuestionó Gutiérrez. No quiso removerla: temió que algo saliera de esa madriguera podrida.
Sin embargo, como suele suceder en estos casos, pensó mal: meto el dedo, dijo, total, tengo puestos los guantes.
Pero olvidó que al dedo índice del guante derecho le faltaba la punta.
Gutiérrez sintió un ardor en la yema del dedo. No sabía qué, pero sí, seguro, algo le había picado.

En horas, deliraba en la cama. La fiebre lo consumía.
—No sé —creyó escuchar que decía el médico—, se ve feo. Hay una picadura en el dedo. ¿Alguien sabe qué ocurrió?
Los presentes se encogieron de hombros.
Adivinaba preocupación en la cara de los familiares.
Los médicos volvieron inútilmente. Sus allegados corrían agarrándose la cabeza.
Y se quedó frito. Dormido.
Al despertar, Gutiérrez notó que el gesto de inquietud de los parientes se había transformado en repugnancia. Algunos se tapaban la nariz con los dedos, otros con las palmas de las manos, otros con un pañuelo. Aunque él no olía nada desagradable, pensó que algo raro ocurría porque, en un tiempo impreciso, la porquería que había considerado como parte de una putrefacta madriguera, ahora lo rodeaba.
No levantó el brazo para verse el dedo porque, de haberlo hecho, no le hubiera servido: habría visto un ala trasparente y membranosa, las imágenes difusas, agrandadas, los movimientos torpes.
Se fue reduciendo en su delirio: volaba, trepaba por las paredes, los ojos le inundaron la cabeza. Colgado del techo, vio la cama borrosa y vacía. Sus familiares y amigos ahora esperaban, mejor dicho, ansiaban el desenlace.
Los médicos volvieron una vez más. Pero sólo confirmaron su incapacidad para diagnosticar el mal.
La caterva —ya no sus familiares— seguía mirándolo. Gutiérrez, bueno... lo que había sido Gutiérrez, se desplazaba por el techo. Los acontecimientos sucedían y él no podía gobernarlos. Y aunque no se diera cuenta del porqué, sería mejor aceptarlo cuanto antes: se había transformado en una mosca.
Una inmunda mosca.
Quizás, el botón tan deseado se le presentaba de esta forma: no tenía duda que resultaba ser su mejor oportunidad para evadirse de este mundo de mierda.
Y así fue que, entonces, voló en busca de una vida diferente.

Al llegar al Mundo de la Vida Diferente, se encontró con un hediondo y putrefacto trozo de carroña que las moscas devoraban. No se consumía nunca: aquella bazofia renacía y se renovaba bajo la aglomeración de moscas. Excrementos, desperdicios, basura, hedor. Un lugar abominable, repugnante.
En los movimientos del enjambre existía un código y una organización. Las moscas con mayor viveza atropellaban a las otras, las malas ostentaban el poder, y las buenas estaban condenadas a una rápida desaparición.
Los dioses —que manejaban la política, la corrupción, la burocracia, los excesos—, no hablaban ningún lenguaje de signos reconocibles, ni tampoco intentaban comunicarse con nadie: sólo entre sí. Sus reuniones eran clandestinas y, en ellas, maquinaban contra la integridad del grupo.
Con estas actitudes, los dioses generaban erosión, decadencia, condiciones que podrían crear un efecto contraproducente. Como escupir para arriba. Sin embargo, los prejuicios, las falsedades, las hipocresías y falacias, el oficialismo y las demagogias, las modas y el esnobismo, en fin, la constante manipulación que los dioses ejercían sobre estas herramientas, siempre jugaban a su favor.
Los dioses de otras pútridas madrigueras también utilizaban estas armas para, bajo la falsa imagen de las buenas relaciones y el protocolo, sacarse ventajas. La carroña se extendía sobre el universo de moscas, y todos los dioses querían comer.
Lo único que esperaba de esta vida la inmunda mosca en que Gutiérrez se había trasformado, era vivir el mayor tiempo posible sin molestias. No había sido engendrada como gusano, pero se sentía un gusano. Un gusano queriendo durar.
Durar para descubrir otra vida. Igual que Gutiérrez.

Eduardo Poggi

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