jueves, 7 de enero de 2010

Juegos con la luz – Héctor Ranea


La Compañía ofrecía una forma nueva de entretenimiento. Los fuegos artificiales –escribían en la propaganda – terminaron su ciclo, después de más de mil años de servicios para diversiones populares y expresiones sangrientas de manifestaciones colectivas de júbilo.
Prometía –según parece – oscuridad artificial, es decir: artefactos que, lanzados al aire, producían, al estallar, diversos efectos de oscuridad. Oscuridades profundamente rojas, de esos rubíes densos, corporizados en vinos que corrían por las mentes nubladas de los observadores, allá abajo. O creaban tremendos verdes opalescentes que dejaban libre a los ojos para enceguecerse con la luz remanente del cielo. Y así con todos los tonos y colores; hasta los más raros magentas, lilas, amarillo abedul, antiguos añiles descoloridos y amarillos cromo oscuro que llenaban de oscuridad de Sol la atmósfera transparente. Quienes miraban esos colores recordaban las caras adivinadas en los granos de arena, en las pecas de los pavimentos, las formas de nubes en las que se recortaban en blanco ciertas figuras fabulosas.
Era obvio que los días de tormenta las oscuridades eran aún menos visibles, de modo que los municipios en zonas de tormenta contrataban más frecuentemente a la Compañía pues nadie se quejaba de esas oscuridades artificiales que oscurecían el día en forma tan brillante.
A la luz de la luz que quedaba libre después de tamaño espectáculo, las sombras nunca más parecerían grises, ni oscuras, ni oscuridades sombrías, sino que con esas oscuridades se escribirían partituras de cuadros, pinturas al óleo oscuro, diagramas en tinta de colores que destacarán el negro.
El Jefe de la Compañía, cuando cerraba los contratos hacía leer a todos los presentes y en voz bien alta una cláusula a la que la formalidad le había hecho perder significado. Esa frase decía más o menos así: “En la eventualidad de producirse decesos como efecto de la utilización de este medio de esparcimiento, la responsabilidad de la Compañía se reduce al traslado de los restos a un lugar adecuado para su posterior tratamiento.”
Nadie captaba la sutileza de la redacción, lo cual era profundamente agradecido por el Jefe, quien no paraba de felicitar a quienes enseñaban a leer la superficie de las cosas.
Pero llegó el día en que el usufructo de la oscuridad trajo consecuencias y la Compañía comenzó a recolectar sus regalías, porque en la fórmula firmada en forma tangencialmente inicua, se escondía una frase famosa en el idioma de los magos, presente tal vez en los dichos de Hermes Trismegisto y en los libros de los martillos del bien. Así, el empedrado de las intenciones de la Compañía comenzó a rendirle pingües ganancias al verdadero gestor de esa oscuridad.
Como adoradores de cierto flautista famoso, los difuntos comenzaron a seguir la ruta marcada en secreto por las estelas oscuras, por las luces aniquiladas y comenzaron a juntarse, al principio por algunos pocos miles, pero es sólo el comienzo.
Nadie sabe cuáles son las intenciones de la Compañía pues nadie recuerda qué decía el contrato respecto de las poblaciones de muertos que se establecían en los confines de las ciudades de los vivos.

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