lunes, 11 de enero de 2010

El desvelo del guardián - Daniel Aloisio



Salieron apenas asomó el sol. En las caras de algunos creí advertir cierto desdén, como si los años de trajinar caminos les hubieran agriado los rasgos. Avanzaban de a dos, sobre caballos briosos que entre orines pisoteaban el guadal de las calles.
Nos habíamos reunido, no más de diez, a despedirlos. Con ojos fríos, inclinaban las cabezas al pasar frente a nosotros. Dudo que en esas miradas hubiese respeto, o afecto. Toleraban nuestra presencia: éramos útiles en época de campaña, cuando mujeres y niños se convertían en presa fácil de cualquier ejército invasor. Conocíamos los secretos de las montañas y los túneles que atravesaban los valles. Sabíamos de venenos y conjuros, de trampas letales para cualquier extranjero desprevenido. De allí nuestra fortaleza y la aceptación de los guerreros.
El general, que cerraba la marcha, se acercó al trote y desensilló a mi lado. Alzó una mano a modo de saludo. Respondí de la misma forma, evitando mirarlo a los ojos. Habló con voz ronca:
—Isolina y mis hijos quedan a su cuidado…
—¿Viajan al Norte? —interrumpí.
Mi impertinencia no pareció molestarle. Señaló la aldea con un gesto ambiguo, y continuó:
—Que permanezca cerrado el portón. Mantengan las vallas y no descuiden las torres. Retornaremos en unos meses.
—¿Nuevas anexiones?
—Sí, necesitamos expandirnos.
Dijo esto y se detuvo, como si hubiera oído una voz que le ordenara callar. Repitió el saludo y montó apresurado. Dio la orden, y los hombres partieron al galope. Me dedicó una última mirada, espoleó el caballo y se perdió en la polvareda.
Mientras volvía a la casa recordé la vez en que su madre, mi mujer, lo había alzado en brazos para que yo pudiera besarlo antes de partir rumbo a una campaña. Alejado de estas tierras durante años, recibí al regreso la noticia de la prematura muerte de ella, y el resentimiento, doloroso, del joven huraño en que se había convertido mi hijo.
Entré y decidí dormir. Recostado sobre la estera, esperé en vano la llegada del sueño. Me invadía una angustia extraña, que atribuí a la partida de los hombres, a la soledad, a la vejez.
Con pereza, caminé hacia la cocina: olía a leña, a grasa de cerdo. Bebí agua fresca y me tumbé en una silla, inquieto. Desde ahí podía ver una de las torres de vigilancia. Proyectaba sobre la plaza su sombra alargada: un ogro famélico con sombrero chino. La ocurrencia, lejos de divertirme, me estremeció.

Pasaron tres días sin que el cansino ritmo de nuestra vida se alterase. La última noche, sin embargo, alcancé a ver que un pequeño grupo de pobladores hablaba en voz baja y gesticulaba. Lo extraño fue la manera en que se dispersaron en cuanto me vieron acercarme.
A la mañana siguiente desperté sobresaltado por un sueño que entremezclaba hogueras y relinchos. Traté de calmarme, pero no pude. Al fin, cansado de imaginar espantos, decidí recorrer la aldea. Sin pensarlo, enfilé hacia la casa de mi hijo. Me detuve a unos metros, alarmado por un sonido que provenía del callejón: ruedas, algo que era arrastrado con dificultad.
Temeroso, me oculté tras unos fardos y esperé. Sentía el latir del corazón en la garganta, el hormigueo de la sangre en las manos. Pude ver, desde mi precario refugio, cómo unas sombras se acercaban: hombres, hombres de nuestro ejército, que ahora montaban en medio de la calle una tarima.
Estaba a punto de dar un salto de alegría por ver otra vez a los guerreros, cuando advertí que vecinos armados con garrotes irrumpían en la casa de Isolina. Desesperado, corrí en busca de ella y de mis nietos. Pero dos soldados, a punta de lanza, me detuvieron. Entonces vi cómo Isolina y los chicos eran apaleados. Sus cuerpos quedaron a merced de las alimañas.
Entre golpes y escupitajos, fui llevado ante el capitán, quien me azotó hasta que mis piernas ya no pudieron sostenerme. Comprendí que no quería matarme, no tan pronto.
Después, desde el estrado pronunció una arenga que arrancó vítores. Y en su lanza alzó una cabeza humana. El aire se llenó de risotadas, alaridos.
Y sobre mí cayó la horrorosa imagen del motín, de nuestro ejército en manos de traidores. Enloquecido, grité al arrojarme sobre ellos. Un arrebato que la cabeza de mi hijo, con los ojos vacíos, pareció aprobar desde lo alto.

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