martes, 13 de octubre de 2009

La última cena - Leandro Javier Oyola


Hay un sentido filosófico en mi triste frase, el que no repetiré porque ya lo he olvidado: todo hombre en algún momento desea ser feliz. Los más ambiciosos no se conforman con la felicidad personal: quieren hacer felices a los demás. Y algunos lo intentan. Explicaré mi caso.
Una noche, luego del restaurante, observé a Triny como se mecía bajo la lluvia, sobre el césped que brillaba solitario bajo las luces del Parque Centenario. La luna llena había quedado disminuida ante ese paraíso artificial creado por el neón. Entonces capté el sentido. La lluvia devenía, y ese devenir de diminutas gotas que cuando pasaba por el haz concéntrico de las luces parecía entrar en otra dimensión fue, para mí, en ese instante autoaniquilado, la metáfora más fuerte del olvido.
Yo estaba sentado y Triny se mecía.
La lluvia, que se repetía contra el reflejo del neón me hizo pensar en la forma de vida no-histórica que propugnaba Nietzsche.
Al rato, cuando llegamos al departamento busqué en la biblioteca Las Consideraciones Intempestivas y transcribí en mi cuaderno:

“Tanto las grandes dichas como las pequeñas, son siempre creadas por una cosa: el poder de olvidar. El que no sabe dormirse en el dintel del momento, olvidando todo el pasado; el que no sabe erguirse como el genio de la victoria, sin vértigo y sin miedo, no sabrá nunca lo que es la felicidad y, lo que es peor, no hará nunca nada que pueda hacer felices a los demás”.

Subrayé: Dormirse para siempre en el dintel del momento, olvidando todo el pasado.
Sentí cierta convicción épica.
Ahora sigo leyendo Las consideraciones.
Luego recorto un nuevo párrafo:

“Imaginemos el ejemplo más completo: un hombre que estuviera absolutamente desprovisto de la facultad de olvidar y que estuviera condenado a ver en todas las cosas el devenir, tal hombre no creería ni en su propio ser, no creería en si mismo. Vería todas las cosas agitándose en una serie de puntos movedizos, se perdería en este mal del devenir”.

Interpreté. El Señor Nietzche, a esa inacción la llama el poder de olvidar. Para él, sentir esos “puntos movedizos” era sin dudas una enfermedad: el mal del devenir.

Sigo copiando:

“Un hombre que pretendiera no sentir más que de una manera puramente histórica se parecería a alguien a quien se obligase a no dormir, o bien a un animal que se viese condenado a rumiar siempre los mismos alimentos. Es posible, pues, vivir casi sin recuerdos, y hasta vivir feliz, a semejanza del animal; pero es absolutamente imposible vivir sin olvidar. Toda acción exige el olvido, como todo organismo tiene necesidad, no sólo de la luz, sino también de la oscuridad”.

De manera súbita, en mi mundo, olvidar era posible. Olvidar era matar. Y como si un ser anónimo me hubiera indicado qué pensar brotó esta frase de mi cerebro: no hay que olvidar si no se conjuga antes esa inacción con la venganza de la sangre.
Luego de realizar esas anotaciones sentí que debía olvidar a Triny. Para siempre. Consideré que esa sería una forma matemática de conseguir la felicidad, aunque no me conformaba con ser feliz sin compartir ese estado tan personal de mi espíritu. También quería que ella fuera dichosa.
Desarrollé durante algunos minutos mi argumentación; ella me miraba incrédula, cité a Nietzsche para reforzar mi pensamiento. Para demostrarle que yo estaba encausado en “una lógica”. Pero luego de explicarle mi revelación se enfureció. Me sentí causa de su ira. Al rato huyó despavorida de mi departamento.
Fui feliz, en el sentido alemán del término.
Concluí: Una mujer se niega a ser olvidada y Triny no era la excepción al “mal del devenir”. Por eso prefirió el insomnio, el sentido histórico. Nunca más la vi. Fue mi última cena con ella. Al otro día viajé a Viedma, en donde seguí recopilando datos sueltos de la historia de mis ancestros.
A esa altura de mi peripecia yo ya estaba al tanto de que toda historia está provista de la facultad de ser olvidada.

1 comentario:

ostanes dijo...

Breve y no tan breve por la profunda remision al tiempo emocional, aquel que refresca el presente, pero con la cresta de la ola en la fria defensa del olvido. Grande, y volvere a examinar. Esos giros!