viernes, 31 de julio de 2009

Huésped - Hernán Domínguez Nimo


Los veo venir y dejo de revolver en la basura. Debo verme como un perro tranquilo, amable, acariciable. Y uno que revuelve la basura no lo es.
Son una familia. Vienen de la playa, cargados de reposeras, la sombrilla, una heladerita, baldecitos y palitas. El padre es el más cargado, quien más sufre la vuelta a casa, quien más la desea. Se da vuelta cada diez pasos y urge a los demás. Apenas lo hace, la madre repite sus palabras como un eco, para apurar a los chicos. Así los retos del padre no la salpican a ella.
El padre es quien toma las decisiones. A él debo dirigirme. Él será quien me aloje.
Pero para llegar a él, primero los más fáciles. Cuando están cerca, muevo la cola, agacho las orejas y camino hacia ellos. Siempre funciona.
—¡Mirá, papi! ¡Un perrito! —exclama el más grande.
—¡Miá papi! ¡Peito! —repite el más chico, debe tener dos años.
—No lo acaricien, debe estar sucio —dice el padre, precavido ante todo.
Así que mientras él abre la tranquerita del cerco de su jardín, me acerco y muevo la cola, pero sin forzar el contacto. En este momento solo lograría que me eche.
—¡Qué lindo perrito, papi!
—¡Eh ino peito, papi!
—Sí, que lindo perrito, vamos, entren a casa —dice el padre, sosteniendo la puertita.
Mientras los chicos entran, me acerco a él, porque a sus hijos todavía los siente vulnerables. Lo miro a los ojos, enarcándolos para acentuar la expresión dulce. La madre ya entró. Sólo quedamos él y yo. Pero no es el momento. Demasiado lugar para correr.
Me siento, me acerco, como si mi timidez fuera excesiva, como si la vida me hubiera maltratado tanto que yo desconfiara de él más que él de mí. Es la única manera en que él desconfíe un poco menos.
En este punto se agacha y me da unas palmadas suaves en la cabeza. Entonces me acerco, me pego a su pierna. Él me acaricia el lomo y mi cola se mueve de un lado al otro.
—¡Se te va a desatornillar la cola! —me dice, la puertita en la mano. Él está adentro, yo afuera, y lo miro y amago a entrar, pero no me decido.
Y eso es lo que lo decide a él: mi indecisión. Se aparta y me deja el paso. No tardo ni un segundo en entrar al jardín. Podría arrepentirse.
El padre cierra la puerta detrás nuestro y yo lo espero, moviendo la cola. Caminamos juntos. Cuando llegamos a la casa, me vuelvo, lo miro.
—A la casa no, amigo. En un rato te saco algo para comer —me dice y me tapa el paso poniéndose entre la puerta y yo.
Es el momento que elijo para salir del cuerpo del perro y entrar al suyo.

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