jueves, 21 de agosto de 2008

El cementerio de los aviones olvidados - Gabriel Trujillo Muñoz


El viejo aeropuerto de Mexicali estaba en medio de la ciudad. Para aterrizar o despegar, los aviones debían pasar casi tocando los techos de los edificios más altos. Eran los años sesenta del siglo XX y como la pista era pequeña, las líneas aéreas utilizaban sólo aviones de motor. Yo era niño entonces y mi padre era el radio operador de la Compañía Mexicana de Aviación. Por eso aquel aeropuerto era mi campo de juegos cuando salía de la escuela. Aunque había muchos lugares interesantes para jugar, yo prefería el patio que estaba más allá de los hangares para avionetas. Lo llamaba el cementerio de los aviones olvidados porque en él se amontonaban, ala contra ala, los fuselajes vacíos de los DC-2 y DC-3. Aún enhiestos y desafiantes, aquellas carcasas metálicas eran mi sitio favorito de diversión. Allí me sentía un as de la guerra, un piloto intrépido en las alturas de mi sueño volador.
Un día, mientras movía los controles, sentí que el avión en que estaba jugando se movía de verdad. Salté del asiento del piloto y fui a la puerta de salida. El avión realmente se movía pero hacia atrás. La escalerilla por la que me había subido ya no estaba. Por un instante, como niño de ocho años, pensé que el avión se iba a elevar y llevarme por su cuenta. En ese momento un carro de equipaje se puso a mi lado. Uno de los cargadores de la compañía lo conducía. Al verme, de pie en la puerta y con cara de susto, me gritó que no me preocupara, que estaban cambiando el avión de lugar, que disfrutara el viaje.
Eso hice. Volví a la cabina del piloto y observé la pista y las instalaciones donde trabajaba mi padre irse alejando. Volví a jugar al combate aéreo, disparando ametralladoras imaginarias contra cualquier objeto que me llamara la atención. Entonces vi un punto en el cielo, una avioneta, entre las escasas nubes, y le disparé una y otra vez. En eso oí que los trabajadores que movían el avión gritaban:
—¡Viene en picada!
—¡Y va a caer muy cerca!
Escuché la voz del cargador instándome a que abandonara el avión, pero yo estaba petrificado porque sabía que esa avioneta estaba cayendo por mi culpa.
Antes de que pudiera entender qué pasaba, la avioneta se precipitó a tierra y estalló a menos de cien metros de distancia.
Nunca se supo la causa del accidente.
Y como sus restos quemados acabaron en el cementerio de los aviones olvidados, yo jamás volví a jugar en aquel lugar ni a disparar armas reales o imaginarias.
Desde entonces me dediqué a observar a los trabajadores del viejo aeropuerto jugar dominó en la sala de espera.
Y en las noches, cuando observaba el cielo desde el techo de mi casa, creía que las estrellas fugaces eran avionetas que otros niños les habían disparado y que ahora eran grandes bolas de fuego.
Aún hoy, a tantos años de distancia, lo sigo creyendo.

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