jueves, 8 de mayo de 2014

Mecanismo de persistencia - Héctor Ranea



Casi podría decirse que la fotografía cayó de la nada, como si se hubiera materializado en uno de esos experimentos de duplicación o de teletransportación que se veían en la tele. Tal vez —razonó Philip— se había desprendido desde una de las avionetas del festival aéreo y por eso cayó. Sonaba raro por dos razones: nadie lleva fotos pegadas al fuselaje de esos aviones y el último festival, de 1934, llevaba más de cien años muerto. La negativa a pensarlo de ese modo venía de la muy silenciosa Bette, la pelirroja que lo salvó de la inundación que provocó la colisión con el cometa años atrás.
La foto mostraba un médico con su espejo para escrutar la garganta, un niño como de doce y una mujer de mirada extraña. Estaba arruinada en parte, pero se podía ver claramente a los personajes aunque no podía leerse el documento que colgaba atrás, en la pared, con forma de diploma. La llevó a casa, la olvidó en el plato de las llaves.
Vivian, al volver de su trabajo, la vio. La tomó y a los pocos segundos, casi llorando, le preguntó, después de un rápido beso:
—¿Cómo encontraste esta foto de mi padre?
Se le atragantó la cerveza.
—No la encontré en la casa. Cayó o algo así. Estaba en la playa.
—Es mi padre con su primera esposa y éste —dijo señalando al niño— es Artie, el padre de Bette. ¿Dónde está ella?
—Vio la fotografía —le dije—. Pero no aceptó pensar de dónde pudo venir. Es más, pensé que venía conmigo pero ya no está. ¿La hija de Artie? ¿Quién es ese Artie, entonces? ¿Bette es tu sobrina o algo así?
—Algo así. Dame una cerveza —dijo Vivian sin despegar sus ojos de aquella foto.
Se hizo un silencio especial y, justo antes de que tocaran a la puerta, ella comenzó a hablar, como si la persistencia de la memoria le hubiera hecho saltar recuerdos que ni siquiera ella sabía tener. Evocó su infancia, sus paseos con sus padres y explicó que el médico fue su padre casi en su vejez de modo que no tuvo mucho tiempo para conocerlo.
—Vivian —le dije—, si todo esto fuera cierto, nuestra edad es casi de cien años. ¿Estás segura de lo que recuerdas?
—Sin duda. Llamemos a Bette.
Y en ese momento, como si hubieran materializado lo elemental, sonó el timbre. Era ella.
—Quise venir porque sé que mentí respecto de esa foto —dijo y me miró con cara de hacerse la culpable.
—Seamos claros —pedí—. Puedo pensar de todo menos que ustedes estén complotadas para hacerme sentir mal. Sé que en todo esto tiene que haber un error.
—El error es esa porquería —dijo Bette señalando el objeto e instantáneamente tuvo que soportar una mirada de cuervo resentido de parte de Vivian.
—No es una porquería. Es un error, tal vez, pero no una porquería. ¡Es mi padre!
—No; no es tu padre. Es una foto falsa, Vivian. Es falsa. Apareció de pronto. Recuerda lo que te dije cuando lo traje a él después de la inundación: “Somos las marionetas de un Destino sin sentido”. ¿Recuerdas lo que me contestaste?
Vivian asintió moviendo la cabeza y repitiendo una letanía.
—Somos las marionetas, somos las marionetas. Un Destino sin sentido, marionetas. Artie —mencionó de pronto—. Artie. Era tu padre.
—No. No venimos de allí, Vivian. No venimos de allí.
Él no entendió nada más. Miró la foto. Artie tenía la mirada de Bette, la mujer del médico era idéntica a Vivian. Tan idéntica.
—Vivian —le preguntó—, ¿acaso esta mujer... ?
—Mejor no sigas —Bette interfirió con la pregunta a Vivian.
Se quedó solo en la casa de la playa. No podría decir si Vivian y Bette se desvanecieron o se fueron. Lo que es seguro que no tampoco dejaron la foto. Al salir, la Luna parecía inmensa y el mar estaba tan calmo que casi se diría que no era mar.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

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