martes, 11 de marzo de 2014

Ndiamy - Jaime Arturo Martínez Salgado



Para María Ignacia Schulz
Ndiamy entró a la plaza de ventas de esclavos de Cartagena de Indias, una mañana de 1603. Había viajado desde Angola en el vientre de un galeón, durante 48 días. Al detallar el entorno, su sed se agigantó al ver las tajadas de patilla, expuestas para la venta. Una hora más tarde sería comprada por Fray Enrique de Mendoza como encargo para la casa de Don Lino De Lo Amador. Tenía 13 años, pero representaba mayor edad por el largo ayuno y por la pesada argolla de su cuello, que la ataba a otras cinco mujeres de la tribu Yolofo, compradas junto a ella. Durante una semana permaneció en un galpón y luego fue llevada a la presencia de Don Lino, quien la observó largamente y al final le levantó la cara por la barbilla, para encontrar sus ojos de carbón intenso. De inmediato le ordenó al capataz que las otras cinco mujeres fueran trasladadas a su hacienda y que a ella la dejaran para el servicio de la casa.
Una tarde la condujeron a un aposento, donde una esclava vieja la bañó, la acicaló y la vistió con un camisón blanco. Esa noche Don Lino la violó. En adelante, la entrenaron en arrear agua desde el aljibe hasta la casa, a lavar ropa, a realizar compras en el mercado de El Hoyo y ella, por su parte se dedicó a confeccionar un amuleto. Cuando lo concluyó, invocó a su Orixa y a los dioses menores de sus ancestros, a quienes dio en pago la túnica manchada con su sangre virgen, una bolsa con millo y la cabeza disecada de un lagarto. En la primera navidad que viviría en tierra extraña, desapareció su amo. Las autoridades lo buscaron por todos los rincones de la ciudad y de la provincia sin ningún resultado. Mientras, Ndiamy continuó con su rutina: enjalmar el burro, traer agua y a cargar sacos desde el mercado a la casa.
Ocho años transcurrieron y Don Lino nunca apareció. Su señora e hijos hicieron todos los esfuerzos por dar con su paradero, pero poco a poco el hecho fue quedando en el olvido. La familia De Lo Amador se habituó a su ausencia y entre todos asumieron el manejo de los negocios.
Ndiamy – por su lado – cumplía su rutina y al comienzo ofreció pagos a su Orixa y a sus dioses menores. La mañana del sábado de gloria de su noveno año de cautiverio, ella fue hasta el aljibe y empezó a llenar los barriles que estaban ajustados a las angarillas del burro; de pronto, el amuleto se desprendió de su muñeca y ella vio como caía y se hundía en las aguas. De inmediato lanzó un alarido pavoroso y el burro asustado se lanzó a correr desbocado hasta estrellarse en el portón de la casa. La señora y dos de sus hijas corrieron alarmadas y abrieron el portón. En el piso yacía Don Lino, desnudo, barbado y estragado, con un par de barriles atados a una angarilla sobre sus espaldas. Ndiamy había olvidado pagar las ofrendas periódicas a su Orixa.

Sobre el autor:Jaime Arturo Martínez Salgado

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