domingo, 23 de febrero de 2014

Ayes de Satie bajo el agapantus de mis aniversarios – Héctor Ranea


Vi la rata saltar por encima de una planta de margaritas (las ratas no saltan) y esconderse en un agujero hecho en el tronco del agapantus (el agapantus no tiene tronco). Eso es lo que vi y no es conjetura. A la rata la cola le molestaba por los muchos pelos (la rata no tiene pelos en la cola) sobre todo para leer el orden del día (rata del demonio, ¡era un burócrata!) donde decía todo lo que tenía que escribir, escribir, escribir y archivar (las ratas no escriben ni archivan) que era en sustancia lo que la rata sabía hacer (las ratas no saben hacer, sólo hacen). Eso y anunciar el peor verano de todos (el del año 1956 fue peor y este era el 2113) cada vez que podía, a través de un megáfono que usaba entre la cena y el primer sueño (la rata duerme antes de la cena).
Total que eso es lo que vi y lo que no vi, porque si hubiera visto todo no quedaría espacio para imaginarme que la rata estaría escondida hasta que pasara el momento difícil en que todos atacan a la rata que estaría escondida hasta que pasara el momento difícil en que todos atacan sin la rata escondida hasta que pasara el momento difícil en que todos atacan al resto de los demás. El festejo, cuando descerrajan tiros a mansalva que pueden matar también a las ratas (las ratas mueren de miedo en el estruendo) sería, como siempre, inoportuno, porque nadie sabe qué es el tiempo y por lo tanto no sé qué festejan cuando termina el 2113. Y ese sería el final (pero el final sólo lo conoce el que tiene el control del programa de escritura pautada que parece estar bastante fallado y flojo de dientes). Final inminente sin salida.
Alcé la vista y estaba ella, la niña de la que hablan dos o más novelas, mirándome con curiosidad (las muñecas no ven con sus temibles ojos de porcelana) donde adivinaba que estarían mis ojos. El pelo amarillo (no hay pelo amarillo, hay paja pintada) y la máscara de miga de pan (masticada por las muelas y algo tiznadas las harinas, el pan salado de las tierras de otros sólo sirve para hacer de la miga máscara y de cualquier entrada una amenaza), las suelas de los zapatos de cáscara de zapallo (los zapatos no sirven para quienes ya carecen de piernas), los cuernos de lata pintada (la lata se pinta de ácido que duele al que lleva los cuernos). Me indicó, la muñeca de porcelana, que me fuera de mi jardín por donde había venido (yo no había venido) y me acercara a la primer casa que viera a festejar la fecha especial, aunque era fin de año y no hay fecha especial (nadie sabe qué es el tiempo).
Yo tenía cien años más que ayer, veía cien veces mejor que ayer. Y en breve cumpliría sesenta y cuatro si me dejan (no dejan cumplir más de treinta). He perdido algo de pelo, nadie me envía vino ni tarjetas (el vino está extinto). El viaje a la URSS lo tuve que suspender hacer rato, y aunque la muñeca es tan vieja como yo (las muñecas no envejecen), la rata nos mantuvo viejos también a tí, le dije, y me envejeció a mí.
Y aunque con su pelo me niega el paseo a caballo, el domingo saldré a cabalgar, si encuentro un caballo (¿quedaron caballos en la extinción masiva?) y si no, caballeros, les prometo que saldré con mi chica de pelo amarillo a la siesta, después de la siesta (los que tenemos 64 dormimos bellas siestas), a pasear en ellas, porque probablemente, para esa fecha, ya sepa andar en bicicleta (las ratas no pedalean, Satie).

Acerca del autor:
Héctor Ranea

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