En el bar sólo quedábamos ella y yo.
Me cruzó sus ojos con su mirada de halcón, sus dedos como garras de
zorzal que tomaban la copa como desgarrándola y el sombrero con dos
plumas pequeñas, una añil, otra roja. Comprendí qué pedía y
asentí con la cabeza más por cansancio que por deseo. Ella se
acercó al escenario, cantó un tango y comprendí que era hora de
retirarme. Dejé su retribución y arrastré mis pies a la salida.
En la plaza sólo quedábamos el viejo
y yo. Me cruzó sus ojos con su mirada de águila, sus brazos llenos
de flecos y un sombrero cagado por las palomas. Comprendí qué pedía
y asentí con la cabeza más agotado que interesado. Él se levantó
del banco de madera pintada y cantó el tango desolado de las nieblas
y comprendí que debía irme. Dejé su retribución y arrastré mis
pies hasta el muelle.
En la banquina del río sólo
quedábamos esa joven y yo. Tenía las tetas al aire, unas plumas de
color arroyo en el cuello y dos aros que tintineaban como campanas
gigantes dentro de mi cabeza. Me cruzó sus ojos con sus ojos de
calandria, su sonrisa de cisne que bebía de la botella como
desgarrándola. Comprendí qué pedía y asentí con la cabeza más
por vergüenza que por deseo y dejé que se acercara con su vuelo de
cuervo, su liviano andar en botas deslustradas. Dejé su retribución
en la balaustrada del río antes de que ella actuara. Con el ala me
rozó en la cabeza y fue suficiente para arrojarme al río, más por
soledad que por desesperación.
En el río quedábamos sólo ella y
sólo yo. Flotando. Muy cansados para mirarnos a los ojos. Y sin
embargo supe quién era, pero también que habíamos llegado tarde.
El Autor: Héctor Ranea
El Autor: Héctor Ranea
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