miércoles, 2 de octubre de 2013

Pirro, rey del Epiro – Daniel Alcoba



Apenas coronado rey del Epiro, a los veintitrés años, a unos cortesanos que le preguntaron a quién dejaría el reino, Pirro respondió: “Al que tenga la espada más afilada”. Justo lo contrario de aquella maldición sibilina que dirigió Edipo a sus hijos, los mellizos Polinices y Eteocles, que ya peleaban en el vientre materno disputándose la soberanía de la placenta, y a quienes tuvo la mala idea de convertir en co reyes de Tebas.
Edipo agonizante, con Eteocles a la derecha y Polinices a la izquierda, entonó esta expresión de última voluntad:

Si mi herencia real peleáis a punta y tajo
De burros mandaréis la dinastía al carajo.
Y si hasta el Hades llega filtrándose en el suelo
Vuestra sangre, la nuestra, derramada en un duelo
Me cargo de vigor, pero encarno sin Eros:
Del Hades vuelvo aquí, tontos, para comeros.

Cuesta creer que los versos del anciano impresionaran a los co reyes tebanos que estaban a punto de iniciar un nuevo ciclo de tragedias, que eran las novelas criminales del período. En efecto, para los gemelos edipidas era difícil creer que el viejo pudiera regresar del mundo de los muertos; y menos aún para comérselos, cuando al pobre no le quedaba ni un solo diente.
Lo cierto es que no volvió. Aquello de salirse los muertos de sus tumbas para comerse a los vivos, especialmente a los de su familia, asustaba a la gente desde hacía siglos; exactamente desde que lo inventaran los sumero-babilonios y los persas.
Pirro (319 a.C - 272 a.C.), estaba en una tesitura diametralmente opuesta a Edipo moribundo: era una espada sin cabeza. Por eso se convirtió en criador y entrenador de elefantes de guerra, que eran la maquinaria bélica más pesada de entonces.
Los tarentinos solicitaron a Epiro el envío de un general experto y acreditado que los salvara de los romanos. Mentían contar con trescientos cincuenta mil infantes y veinte mil caballos lucanos, mesapios, samnitas y tarentinos: Pirro lo creyó. Tarento sólo aportó cinco mil reclutas, imberbes y armados con hachas de leñador muchos de ellos. Pero Pirro no cambió sus planes. Derroto a Roma y controlo toda la península, había resuelto en los días en que movía en el imaginario terreno de combate a 350 000 infantes no menos imaginarios. Fue contra Roma sin ellos.
En Heraclea salió con casco y coraza repujados con oro y plata, armas de tal calidad que enseguida los soldados, y tanto más los oficiales de uno y otro ejército dieron en recordar las de los héroes forjadas por Hefestos en su fragua del Etna. Además iba con mucha pluma en la cimera, tanta que los hoplitas veteranos de su ejército se extasiaban o excitaban mirándolo porque parecía Alejandro devuelto a la vida.
Un jefe de turma de la primera legión romana, cargó contra él después de seguirlo un buen rato por el campo de operaciones. Pirro le dio muerte pero supo que su equipo de campaña era una enorme tontería. Entonces cambió la coraza y el casco refulgentes que cantaban como cincuenta corifeos, por los vulgares de su amigo Megacles, y viceversa. Y en efecto, una hora más tarde los romanos dieron muerte a Megacles tomándolo por Pirro. La cabeza cortada de Megacles que estaba tocada por el casco repujado de oro y plata se paseó entre las filas latinas ensartada en la punta del glaudius de un tal Decio, que iba chillando:
¡Hemos matado al jefe de los griegos, hemos matado a Pirro!
A la sazón Pirro atacaba con elefantes que los romanos intentaban poner en fuga y estampida enviándoles cerdos embreados en llamas que chillaban mucho más que Decio y Pirro. Este acababa de oír las voces romanas que anunciaban su muerte, y para que no cundiera el desánimo en su tropa se quitó el casco con protector facial y comenzó a pasearse entre sus hombres vociferando: ¡Estoy vivo, estoy vivo, estoy vivo!
Y al fin de la batalla, que ganó por los pelos, casi en un suspiro, dijo: Otra victoria como esta y habré perdido la guerra.
Paró de guerrear con Roma, fue a Siracusa con proyectos de conquista en el norte de África, falanges de hoplitas, elefantes. Se casó con la primogénita del tirano Agatocles, que le dio en dote las poleis de Leucadia y Corfú. Pero Tenón y Sóstrato, los diarcas de Siracusa que lo llamaron, no querían saber nada de una campaña en África. Pirro mató a Tenón por llevarle la contraria y ganó el odio de todos los siciliotas que eran los griegos que vivían en Sicilia.
Alejandro Magno, primo de tercera colateral por la línea materna tenía igual que Pirro a Aquiles y Hércules como antepasados. Ambos linajes aunaban todas las taras políticas griegas. Y confiaban antes en las moharras, arcos, mazas que en el arte de la persuasión.
La efímera tiranía de Pirro se acabó con la muerte de Tenón, líder de los siciliotas. Sin saberlo, Pirro se había puesto en iguales circunstancias que Damocles: en cualquier momento el filo de una espada le daba en la cabeza.
Debió regresar a Tarento, a Beneventum, a Epiro, a Argos. Allí fue desafiado a singular combate callejero por un joven soldado del ejército de Antígono. El muchacho, que quería cubrirse de gloria, era temerario. Su madre, que no se fiaba de él y que presenciaba la escena desde lo alto de un tejado, se adelantó a su hijo lanzando una teja a Pirro tan atinada que le partió las cervicales de un golpe. Cayó del caballo, los soldados de Antígono lo decapitaron y luego lo celebraron paseando por el ágora su cabeza cortada.

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Daniel Alcoba

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