martes, 24 de septiembre de 2013

El báculo de Samael – Daniel Alcoba


Componía Noé su primer tango, a los seis siglos, seis meses y seis días de su edad, y a diez del final del Diluvio. Cuando oyó un rumor familiar bajo los emparrados que sombreaban una corriente de agua diluviana. No le costó reconocer una voz femenina: era la de Iset, esposa de Cam, la más pizpireta de todas sus nueras, y la más calentona. Ya había tenido que castigarla por querer copular en período de veda ritual, en el arca, instigada por Samael, en el transcurso de una torpe conspiración donde el demonio consiguió sublevar a las parejas de perros y cuervos, que así se condenaron a ser inmundos y escrachados en el Levítico.
Apenas oyó a Iset entre los vidueños, junto al arroyo, supo que no estaba sola. Lo cual no le asombró nada, aunque fuera evidente que Cam, su marido, no podía ser, que lo dejara recogiendo racimos maduros a unos cuatrocientos pasos de allí. El viejo se dijo "con Sem o con Jafet debe estar retozando esta percanta maula –un concepto también recién nacido, el de "percanta", quiero decir, que se anticipaba en más de veinte siglos al Decálogo, y en más de cincuenta siglos a Gardel y a Lepera.
El Decálogo es la primera ley que condena el coito extraconyugal. En consecuencia, Iset no estaba cometiendo ningún acto ilícito.
Aunque Noé no inventó el voyerismo, espió. Puesto que en principio quiso saber con quién cogía Iset. Si con el primogénito Sem, si con el pequeño Jafet…
Noé tenía un mal recuerdo del día en que conoció a Bukon el Señor de los Celos, cuando sorprendiera a su mujer jugando con la entrepierna de un nefilim lascivo sobre la verde ribera del Tigris.
In mente resolvió callar la aventura de Iset para no añadir un nuevo disgusto, si no la terrible presencia de Bukon al agobio de Cam; pero al mismo tiempo tomó la firme decisión de castigar al burlador de éste, ya fuera el primogénito, Sem, o el pequeño Jafet. Los conceptos, "aventura" y "burlador", hasta entonces nunca empleados, a partir de esta escena en que Noé se los formulara a sí mismo, tendrían larga andadura en el lenguaje universal.
Acabada la meditación introductoria, de rigor en el estilo patriarcal maduro que se inventara, Noé echó mano a una pértiga larga, de doscientos y veinte y dos centímetros, una rama de acacia que las aguas del Diluvio depositaran sobre la ladera del Ararat, y que los sucesivos choques con las piedras, juguete de las corrientes diluvianas, habían desbrozado, cepillado, y alisado de manera que un carpintero de aquellos tiempos no la hubiera dejado mejor. Y con el arma vistosa, empuñada a dos manos, caminó en puntillas hacia el lecho que la ardiente Iset improvisara bajo las pámpanas, donde lo más visible eran las nalgas peludas de su compañero que subían, bajaban, se contoneaban...
 ¿Serán los riñones de Jafet o los de Sem, los que he de calentar a discreción y a palos?, se preguntaba Noé, con anticipada satisfacción de padre justo; en cierto modo agradeciendo a Dios que le diera esa oportunidad de vindicar al pobre Cam y a su descendencia, jodida para siempre por una maldición irreversible, no escrita de antemano en la inescrutable voluntad del Señor, pero en cualquier caso irreversible desde el momento en que él la pronunciara contra Cam, Canán y la numerosa descendencia... en lo peor de la resaca, y arruinara las vidas a unas cuatro docenas de pueblos a engendrar por el pelotudo que no acertara a echarle una manta encima... Zurrar un poco a Sem o a Jafet equivalía a distribuir la injusticia de una manera más equitativa o pareja, lo cual contribuye con la misma eficacia que la verdadera justicia al apaciguamiento, tanto de los súbditos espíritus rebeldes, como de la mala consciencia de los jueces y gobernantes. Le daría apenas unos cuantos garrotazos paternales en el lomo, el trasero, las piernas... ¡pero esta vez, nada de maldiciones!
 Cuál no sería la sorpresa del viejo patriarca al ver que su nuera fornicaba con un hombre que no pertenecía a su familia. ¿Un polizón del arca que hubiese triunfado sobre un decreto de Dios? ¡Imposible! ¿Un naufrago capaz de mantenerse a flote durante el Diluvio, acaso improvisando una balsa de troncos, donde se alimentara de animales muertos? Dios lo habría sabido... la respuesta era obvia: Iset copulaba con alguien que no podía ser un hombre. Y en efecto, Noé, antes de comenzar la serie de palos contra El Seductor, vio que ese espíritu inmundo de guapa apariencia humana, e Iset, jodían con tal ímpetu y estilo como no viera nunca en pareja alguna de congéneres; en efecto, cogía como un demonio. Además, ya repuesto de la primera sorpresa de no encontrar a ninguno de sus dos hijos probos encaramados sobre la mujer del réprobo, pudo reconocer en el color del pelo, rojo como el óxido de hierro, y la voz, cuya soberbia hiere al oído puro y temeroso de Dios, al mismo Samael que le comiera la moral a su mujer en los días de la construcción del arca, y luego, durante el diluvio instigara la rebelión induciendo las cópulas de las yuntas de perros y de cuervos, para acabar agujereando el casco. Y le entró a palos con más ganas... Se lanzó a vapulear la espalda, la cintura y las nalgas de Samael, con la estaca empuñada a dos manos. Consiguió asestarle cuatro golpes: uno en los propios lomos, otro en las piernas, el tercero sesgado a la altura de las costillas, el cuarto sobre la frente...
Así se forjó la única arma efectiva contra el diablo, porque
Ningún espíritu por fuerte o impuro que sea, tiene poder alguno sobre la estaca de madera con que lo cagaron a garrotazos una vez.
(¡Y hoy, esta pieza única, sale a subasta con toda su historia sobre la módica base de 300000 dólares!)

Acerca del autor:
Daniel Alcoba

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