domingo, 6 de enero de 2013

Reencuentro con amor – Héctor Ranea


—¡Mi querida Lucrecia, Lucrecia Espinor! ¡La bella Lucrecia, tantos años! —exclamó el supuesto galán.
—¡Cómo le va, Indalecio, dichosos mis ojos!
—Hablando de ojos, Lucrecia. ¿Acaso eso que tiene en el bretel es lo que creo que es?
—¿El izquierdo? Sí; es Kafka, mi mascota.
—¿Una cucaracha? ¡Caramba que has cambiado, querida! Antes te espantabas de sólo oír hablar de ellas.
—Esta cucaracha me recita al oído cosas dulces y tristes, cosas perfectas y sencillas. Poesía rara, llena de metáforas negras y luminosas, como la cara que la Luna nos oculta. Es perfecta. Y, claro, una sucumbe ante tanta capacidad de seducción y cambia. Todo es mutable, querido amigo. Lo único permanente es el cambio, diría Lou Reed.
—En una mala traducción, claro. Pero te perdono, dado el ambiente en el que estamos.
Efectivamente, la antesala del comedor del Palacio Listón bullía de gente, mozos, camareras, limpia botellas. Era un bullicio espantoso que, de hecho, asustaba tanto a Kafka que apenas salía del bretel para mirar el horrible espectáculo de mil seres humanos deglutiendo.
—¿Me pasa champán, Indalecio?
—En un instante, mi Princesa Lucrecia.
Y allá va el bueno de Indalecio haciéndo gala de su estúpida figura de galán dudoso. Cuando regresa, la cucaracha está en el escote de Lucrecia, atesorado como un cameo de piedras preciosas talladas como tulipán rojo y negro, como un Stendhal que se llamara Kafka.
—Usted lo acostumbra mal a Kafka, me parece.
—No se crea, mientras usted fue a buscar champán, él anduvo en mejores lugares, créame.
—Le creo. Le creo. Una belleza como usted seguramente tiene gran cantidad de lugares deliciosos.
—¿Y usted no querría visitarlos, galán?
—¿Me está proponiendo lo que pienso que me está proponiendo, Lucrecia?
—¿Necesito ser más explícita? —dijo ella comenzando a desnudarse con discreción y alevosía.
—¡Deténgase, ya! ¡Vamos! ¿Adónde vamos?
—A su casa, Indalecio.
—¿Y con Kafka, qué hacemos?
—Él nos filma.
—¿Filma? Me temo que la propuesta es insólita, cuanto menos.
—Venga, vamos.
Llegaron al departamento. Estaban ambos desnudos, excitados. Kafka sonreía detrás del celular monster que filmaba con calidad cinema giant doble, cuando escucharon un chasquido seco, duro y la caída inconfundible del aparato.
Ella miró desesperada al lugar donde debería estar su mascota y en cambio encontró un lagarto overo con una palmeta, satisfecho.
—¿Ovidio? —dijo horrorizado Indalecio—. ¿Cómo entraste, si cambié la cerradura?
—¡Mi Kafka! —gritó desnuda Lucrecia, ya llorando—. ¡Mataron a Kafka, asesinos! ¿De dónde salío ese bicho? —volvió a gritar como loca Lucrecia.
—Ovidio —dijo con cierta vergüenza Indalecio—. Mi amante overo.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

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