viernes, 4 de enero de 2013

Asfalto - Fernando Puga


Nadie. A estas horas, nadie en la calle. A estas horas el miedo gana la partida.
El primer auto no se detuvo. Su carrera enloquecida lo alienaba del entorno y una ceguera mortal mantenía el acelerador a fondo, despreciando cualquier freno.
Aún atontado por el golpe, traté de alcanzar la acera, pero el perseguidor, con el ulular estridente de su sirena y el destello intermitente de esas luces en el techo, apareció unos segundos después y, sin percatarse de mi presencia, me levantó por los aires y tampoco se detuvo. Caí con violencia unos metros más allá, justo debajo del único farol encendido en la cuadra. El patrullero dobló en la esquina sin respetar semáforos, anhelante por alcanzar al perseguido.
Luego de unos instantes de inconsciencia empecé a volver en mí y traté de incorporarme sobre mis cuatro patas. No pude. Apenas levantar la cabeza. Intenté ladrar, pero tampoco. Mis energías no parecían ser suficientes para tamaño esfuerzo. Me ardía el pecho y un hilo rojo brotaba entre mis colmillos y se expandia sobre el asfalto.
Va cambiando el color del cielo con el correr de las horas. Lo que era negro profundo, salpicado de algunos apagados destellos, deviene en azulado gris navegado por nubes. El farol se apagó cuando supuso que había llegado el día y yo todavía espero algún socorro, acá, tendido sobre el pavimento que ya empieza a quemar.
Un traqueteo rengo retumba en la oreja que tengo apoyada sobre la calzada. Me despierta del letargo. Mi ojo entreabierto alcanza a ver unos cascos que se acercan a paso lento arrastrando un carromato miserable repleto de cartones, plásticos y otros desperdicios urbanos. Al llegar a mi lado se detienen. Un relincho suave, algo desafinado, resopla sobre mis destartalados huesos y obliga a que el hombre que corona la montaña de residuos, baje. Aún nadie en la madrugada. Apenas a lo lejos alguien barre, algún grito, algún canto que vuela desde el único, lastimado, viejo árbol de la cuadra.
Las manos recorren mi pelambre pegoteada de sangre. Lo acarician. Encuentran la herida. Palpan y comprenden lo inútil de cualquier atención. Las manos buscan en el fondo del carro el cuchillo oxidado, multiuso. Lo apoyan en mi cuello y mientras mi ojo húmedo autoriza a sus ojos, el hombre lo hunde con fuerza, para que no queden dudas, ni tiempo, ni dolor.
El día se hizo pleno. Salieron las gentes a sus quehaceres diarios. Las moscas y otros bichos rondaban el cadáver que yacía en medio de la calzada. El cadáver que a causa del calor ya empezaba a mal oler. La calle se llenó de ruido, de humo, de neumáticos. Algunos no alcanzaban a esquivarlo y el manojo de huesos se fue hundiendo de a poco en el asfalto.
Hasta que pasó el camión de la basura y un muchacho apurado lo agarró, indiferente, con sus manos curtidas, lo metió en una bolsa y lo arrojó en la parte trasera del camión. Lo arrojó dos veces; no la embocó de una. A los gritos, el que estaba al volante le decía que se apure.

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Fernando Puga

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