jueves, 27 de diciembre de 2012

Me narraré hasta encontrarme - José Luis Velarde


Las once de la noche del 24 de diciembre resuenan lentas en el reloj de pared instalado cerca de la ventana de mi habitación.
En mi reloj de pulso aún faltan diez minutos para la hora.
Entre la quinta y la sexta campanada advierto que el péndulo se balancea irregular. ¿Acaso mi reloj construido en Corea con plásticos semejantes a piezas de madera y metal es sensible al tembloroso vaivén? Lo observo como si mi análisis a distancia pudiera revelarme el motivo de la falla; casi de inmediato me respondo que no puede tratarse de nada significativo, porque es un reloj que funciona conectado a la corriente eléctrica. El péndulo debe ser sólo un adorno que no afecta la medida de las horas.
Recuerdo el reloj de mi casa paterna. Importado de Suiza en los años en que todavía era posible comprar calidad en el extranjero sin quedar en bancarrota. Aquel aparato no se alteraba más de un minuto en un semestre. No era un Junghans, pero fue confiable hasta que se desplomó en el interior de un camión de mudanzas.
De cuando en cuando pienso en mi reloj esparcido en el piso y no puedo evitar indignarme por accidente ocurrido hace treinta años.
Intervengo de nuevo para decirme que sólo trato de rehuir trabajos pendientes. Respiro despacio. Intento concentrar mi atención en el cuento que me empeño en escribir desde hace algunos días. ¿A quién se le ocurre organizar un concurso donde todos los participantes escribirán sobre el final del mundo en navidad?
Lo peor de todo es que nadie me obliga a inscribirme. Apenas trato de asegurarme de que puedo escribir un texto ajustándome a una temática determinada.
Varias hojas de papel expulsadas por la impresora muestran mis intentos fallidos.
Exhiben apocalipsis navideños narrados desde diversos puntos de vista sin encontrar el mejor enfoque.
Las hojas parecen más gruesas por el frío. Resisten la presión ejercida por mis manos. Con dedos también rígidos las amoldo hasta construir una esfera o algo parecido.
Miro la figura con afanes críticos. Descubro historias donde se amontonan seres mitológicos, niños de la década de los sesenta horrorizados por un incendio, terremotos en el altiplano azteca, galaxias a punto de coincidir en órbitas explosivas, un monstruo más grande que Godzilla y un reloj roto entre dos calles que ignoro.
Mi vista va más allá del papel y descubre que ha transcurrido media hora en el reloj de pared. Me sorprende ver que la diferencia con el reloj de pulso es mayor que hace un rato. Unos cuantos minutos en comparación con el reloj de la computadora donde la Nochebuena está por concluir.
Una voz ronca surge inusitada.
—El tiempo siempre ha sido una lata, pero más me fastidia no saber quién soy.
Aúllo una maldición y camino alrededor de mi estudio sin descubrir a nadie.
El monitor de la computadora resplandece como si fuera un reflector. Arranco los cables y el aparato entero sigue encendido.
Las letras de mi cuento fluyen en la pantalla hasta transformarse en líneas que delimitan el rostro inconfundible de Santa Claus.
—Me narraré hasta encontrarme—, dice el personaje principal de mi historia dedicada al final del mundo en navidad, al tiempo que estira sus brazos sobre mi escritorio.
—Es un poco estrecha la pantalla —afirma frunciendo el ceño—, lo bueno es que tienes un monitor de 32 pulgadas.
Santa Claus sale con dificultades hasta plantarse frente a mí. Se palmea todo el cuerpo como para comprobar que ha llegado completo.
—Por fortuna tanto subir y bajar por chimeneas me mantiene flexible. Como te dije estoy harto del tiempo; pero debo añadir que también me fastidian los regalos, las manipulaciones realizadas en mi nombre y tampoco soporto las identidades con las que me conocen alrededor del mundo. Ya no sé si soy Nicolás, Santa o Viejito Pascuero. No sé si debo vestir de blanco o de rojo. No sé si soy identificación publicitaria o un buen santo.
—¿Y cómo llegaste a mi departamento?
—No te sientas privilegiado por una elección provocada por el bendito azar, si bien es cierto que en mis archivos figuras como incrédulo desde que cumpliste diez años; tampoco me importa que seas periodista. Quédate tranquilo, porque pude aparecer en cualquier sitio del mundo y no en el tercer piso de tu miserable edificio de departamentos. Por favor no te atribuyas virtud alguna, porque para mí Helsinki o Monterrey son tan irrelevantes como París, Buenos Aires o una comunidad de bereberes peregrinos.
—¿Y por qué eliges la nochebuena para descomponer relojes?
—Deben ser ajustes naturales del reloj universal. Bien sabes que reparto tantos regalos navideños que sería imposible producirlos y entregarlos con puntualidad sin la participación del tiempo. Es raro al principio, pero te acostumbras a mirar cómo los relojes enloquecen.
—¿De verdad te acostumbras a que el tiempo experimente sobresaltos?
—Claro que no y es molestísimo. Por ese último hecho sumado a las razones antes expuestas; además de los sucesos poco publicitados de que no me gustan la inmortalidad ni el papel que desempeño en la mercadotecnia; a partir de hoy dejaré de ser Nikolaus o cualquier otro personaje. Mi último regalo será renunciar a mi trabajo.
—¿No has pensado en que eres indispensable para el funcionamiento del mundo? Yo podría publicar nuestra charla en un buen periódico…
Santa Claus, sin verme, lanzó la carcajada del jojojó tradicional y se arrojó por la ventana. Desde ahí lo vi estremecerse como si fuera un reloj descompuesto.
Murió sin advertir que tras él desaparecía la humanidad entera.

Sobre el autor: José Luis Velarde

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