domingo, 9 de diciembre de 2012

¡Bendito sea, México! - Héctor Ranea


¿Dijo que se tomaría 8 vasos de tequila, Usted? ¿8 caballitos? Con seis la mayoría de las personas se convierten en invisibles. Suelen encontrarse entre sí chasqueando los dedos, pero ni modo de interactuar. Se dice de uno que en la séptima copa se topó con un cuate de trompeta en ristre que lo invitó a las marimbas del bajo de la cumbre, en una ciudad de Chiapas cuyo nombre no se atreve a pronunciar nadie y desde entonces sólo se los ve cuando el sol le da a la trompeta de lleno después de pasar por una pirámide de Palenque. Ni dioses pampas permitan llegar a la octava copa. Si la séptima lo topa con el trompetista, la octava lo lleva a la mujer estática, la más truculenta de las bebedoras de tequila, la que tiene el gollete de una botella y la cintura de una botella de cerveza. Es arriesgado como tirarse a una chamana en medio de su invocación. Puede uno terminar aspirando el perfume de esa flor que lo pone en el lecho de varios muertos pero vivo y queda ahí, con su pene estirado, planchado, empapado en vísceras de algún dios invocado por la chamana triste. No, no tome esa tequila, esquive el caballito. Póngase a resguardo incluso de la tercera copa, la de la indestructibilidad. Porque si lee lo que dicen en la calle los carteles en celeste y negro, la tercera copa lo hace creer indestructible y se le atreverá a los zopilotes en el concurso de canto bello. El que gana gana apenas un florín perdido por el torpe Maximiliano, cabeza de chorlito, el día de su fusilamiento, deglutido y después vomitado por el zopilote que hurgó en el bolsillo cercano a su testículo derecho. El que pierde, en cambio, perderá sus tres ojos, las alas, el pendón fucsia que protege salvas sean las partes y por fin, lo más importante, la boca que le permite besar algunos de los labios más sabrosos de Mérida.
No. La tequila no paga. Ni paga cuando se diluye en lágrimas, ni paga cuando se leen las notas bajo el volcán. Ni modo.
Bébase helada o ardiente. Moderadamente tibia, como si la pusiera entre las piernas de esa persona que tiene enfrente mientras le gritan los pájaros negros de la fachada de la catedral. Espiando el brillo de los ojos iluminados por candelas pendulares. Esos ojos beba, no tequila; no caballero. Al menos nunca llegue al cuarto caballito. El de la inmortalidad. Es falso. El vaso se rompe, se rompe el alma y sale cantando con los mariachis muertos de sed en Plaza Garibaldi, a metros de la fuente de agua más pura. Y cuando se bebe con ellos está definitivamente perdido porque beben hasta descansar y no descansan casi nunca.
Todo esto, aunque les parezca mentira, a ustedes que leen y a la mexicana que ríe, lo leí en una camiseta, parte delantera y trasera, de una muñeca vestida en un escaparate de Mérida, cerca de una plaza tomada por aves negras a las que decían querer espantar desde el Cabildo tocándole una música de trompetas estridentes, mientras en algún lugar una morocha excepcional, vestida de volados azules eléctricos que no se podían tocar so pena de quedar hundido en un llanto tanguero interminable, bailaba al son de dos guitarras que parecían añorar algo por debajo de su cintura.
Todo a la sombra de una hermosa ceiba milenaria mientras la Luna le daba candor a la noche. Lo juro por ese vaso de tequila.

Sobre el autor: Héctor Ranea

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