sábado, 14 de enero de 2012

El esfuerzo de Minerva - Ricardo Giorno


Parapetado detrás de las cortinas, Jorge se ratoneaba disfrutando del esfuerzo de Minerva.
Minerva había pasado de su silla de ruedas al piso. Y desde allí, arrastrándose, alcanzó la cama. No le fue fácil sortear semejante precipicio. Mejor: cuanto más difícil, cuanto más sacrificio de la mina, mayor goce recibía él.Agitada, boca arriba, respirando el perfume barato de las sábanas, Minerva se sacó pollera y tanga en un solo movimiento. Tarea sencilla para alguien que por piernas sólo lleva muñones.Rotando, llegó a la cabecera. La fuerza de sus brazos le permitió sentarse, y se apoyó contra el respaldo. Pausadamente, como a él le gustaba —¿Dónde estará escondido ahora?—, se desabotonó la blusa y la arrojó a un costado.Antes de quitarse el corpiño, se acarició los pechos.
—Lo único bueno en mí —dijo, al aire—. ¿Te gustan, papito? Y Minerva se quedó ahí sentada, a la espera, tocándose para mantener el calor. Tocándose y pensando en él, en complacerlo a cualquier costo.Sonriendo, Jorge salió de detrás del cortinado y se tendió en la cama.Ella fue desvistiéndolo. Sintió las gotas de sudor bajándole por la espalda desnuda. Pero al fin lo consiguió. Lo consiguió despacio y con esfuerzo, tal como él le pedía siempre, sin olvidarse de mantenerle la erección con ocasionales jugueteos de los labios y la lengua.En el bolsillo trasero de los pantalones de él encontró las esposas.Mansamente, Jorge se entregó: llevó las manos atrás para que lo esposara al respaldo.Y Minerva lo hizo.Bien, había tomado el control. Un control con muchas reglas, sí, pero control al fin.Se montó en él. Y lento, muy lento, comenzó con la rutina de su deleite.
—Decímelo de nuevo, Jorge.
—¿Qué? —él dio una pitada y le tiró el humo en la cara y se quedó mirándola.
—Eso de que cómo me ves.
—¿Que cómo te veo? Bárbara te veo. Me gustás.
—No, no. Eso de que soy igual a vos.
—Y sí: te veo igual a mí.
Le puso la pollera y la tanga y la cargó hasta la silla de ruedas.
—Aparte de que vos sos mujer y yo hombre, no encuentro otra diferencia.Le alcanzó corpiño y blusa.
—Pero yo no puedo vernos así, Jorge —ella la emprendió a puñetazos contra los muñones—. ¡Por más que quiera, no puedo!
—Es que no te estás esforzando, che —él agarró la silla de ruedas por los manillares—. Poné actitud, ¿querés? Tenés que enfocar el asunto desde otra perspectiva.
—¿Otra… perspectiva?
—¿Ves? Ahí está tu problema. Sos dubitativa, Minerva. No vas a fondo, hasta las últimas consecuencias no vas.
Saludaron al conserje antes de entrar a la cochera.
—¿Vos creés, Jorge?
—Mirá, Minerva, yo te tengo mucha confianza. Tratá por cualquier medio. Pero esforzate, nena.
—Otra perspectiva. Hummm… Cualquier método, decís. ¡Voy a probar!
—¡Bien, así me gusta! A propósito, che: ando medio escaso de efectivo. ¿Me podés tirar algo?
—Sí. En la guantera hay guita. La puse para vos.
—Esa es mi chica.
Caminando por Artigas hacia Juan B. Justo, Jorge atendió el llamado Minerva.—Hola, mamita. Acá estoy, caminando. Sí, sí, caminando: voy a ver un laburo —mintió—, a ver si esta vez la pego, ¿sabés? ¿Qué? ¿Cómo? ¡Me estás jodiendo! ¿En serio que tu viejo te regaló una casa? ¡Y qué carajo me importa si es pasillo al fondo! Claro que voy a ir. Y más si estás preparada. ¿Muy preparada, estás? ¿Hay lugar para esconderme, la cama es bien alta? Bueno, bueno, dame la dirección.
Mansamente, Jorge llevó las manos atrás para que lo esposara al respaldo.Y Minerva así lo hizo. Es más, sacó debajo de la almohada un nuevo par de esposas, y le sujetó también los pies.
—¿Sabés mi amor? —dijo ella mientras se tocaba, frenética, como nunca Jorge la había visto—. Estuve pensando mucho en lo que me dijiste.
—¿En lo que te dije? ¿Y yo qué te dije? —Jorge tensó las piernas—. Che, el amigo se está durmiendo. Dejemos la charla para después.Ella sólo sonrió.Abrió el cajón de la mesita de luz y sacó una libreta, una tiza y un metro de modista. También sacó unas tiras extrañas, de lienzo, y dos cortas varillas de maderas —¿Qué hacés, loca?
Sin hacerle caso, Minerva leyó algo en la libreta. Midió con el metro. Y le marcó con la tiza en las dos piernas.Enrolló los lienzos justo antes de las marcas. Entre la piel y la tela pasó las varillas de maderas, y retorció con ellas los lienzos.
—Che, dejate de joder, ¿qué estás haciendo? Minerva, boca abajo, buscó debajo de la cama.
—¡Loca de mierda, pará! —Jorge vio la sierra de cadena y forcejeó para desasirse— ¡No me estoy riendo, pelotuda!Sin hablar, Minerva ajustó un poco más los torniquetes. Ante los gritos de él, de la repisa arriba de la cabecera sacó una pelota de tenis y cinta de embalar. Una vez silenciado Jorge, ella arrancó la sierra.Cuando todo estuvo consumado, se abrazó a un desfalleciente Jorge.
—¡Ahora sí, mi amor! —dijo ella—. Cuánta razón tenías. ¡Por fin puedo vernos iguales!

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