sábado, 22 de octubre de 2011

El informe de la laucha (también conocido como Arroz negro sobre escritorio símil madera 2) – Héctor Ranea


—¡Laucha inmunda! ¡Bestia insolente! ¡Rata infame!—grité con todas mis fuerzas. Sabía que terminaría oyéndome, la muy guacha. Y lo hizo.
—¿Qué le pasa ahora, gordito? —me dijo desafiante. —Ahora propiamente no sé de qué se queja, don. No le cagué, no anduve husmeando, ni nada de eso. Ni siquiera usé su escritorio como puente, mire lo que le digo.
—¡Usted sabe a qué me refiero! —le espeté como queriendo asesinarla con saña.
—Ni idea, si le digo la verdad. De paso: ¿tiene una zanahoria? Me estoy convirtiendo en vegetariana; acá traen toda comida livianita. Hasta le digo que he comido cáscaras de banana. No le cuento el viaje que me dio porque no me va a dejar.
—¡No siga! ¡No clame inocencia!
—¡Clamar? Yo le digo lo que hago. Le paso un informe más detallado que lo que se necesita. Ahora… si quiere saber de mi vida sexual… la verdad, no me parece procedente.
Me hizo sonrojar, pero no de vergüenza sino de inquina. Mi aversión a los roedores de forma ahusada había crecido no sólo por el suicidio al que me forzaron (que fracasó porque el acantilado desde el que me arrojé resultó ser una gigantografía en el comedor de estudiantes) sino porque me convirtieron en el hazmerreír de la oficina. Ahora llegaba al límite de los límites, al colmo del colmo.
—¡No sólo viene y me caga el lugar de trabajo!
—No le permito, vea —dijo, interrumpiéndome con extraordinario control de sí misma —. Ya le expliqué que fue una sola vez y obligada por el hambre. Vamos, ¡no sea rencoroso, hombre! —y agregó por lo bajo: —El que sea tan chicato que no se haya dado cuenta de la gigantografía no me lo achaque a mí, ¡pardiez!
Me cansó. La rata me cansó. Casi colapso y fue en un hilo de baba que se me fue la voz cuando le dije:
—¡Encima ahora me entero que usted va y lee poesía y susurra en el oído cosas a otras colegas! ¡Y caga en sus escritorios! ¡Válgame el ataúd! ¿Qué clase de monstruo es usted?
—Primero, no le permito que ande husmeando en aquellas de mis actividades que no incluyan su oficina. ¿Capisci? Segundo, si le leo poesía a las chicas, ¿qué? Ahora sí que se quiere meter en mi vida privada. Anóteselo, eso tampoco lo permito.
Cuando estaba directamente al borde de un infarto, se escuchó una vocecita sensual y chiquita:
—¿Vas a venir o seguís discutiendo ahí con el señor?
La laucha, que evidentemente era un ejemplar macho, se escabulló en un periquete. A los pocos segundos se escucharon los chillidos en el entretecho. Dos cosas debo decir antes de aclarar que las odio tan profundamente que tengo el corazón en el petróleo. Una: son ruidosas como el carajo, haciendo eso. Dos: ¡qué las parió, no paran nunca! Todo el santo día estuvieron así. Claro. Así uno se explica cómo es que son tantas.

Sobre el autor: Héctor Ranea

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