jueves, 28 de julio de 2011

La grieta - Marcelo Parra


A las nueve apagan las luces de los cuartos en el pabellón de seguridad para enfermos mentales. Siempre a la misma hora, desde hace muchos años.
Con una lámpara diminuta que un amigo me trajo, leo por cuarta vez alguno de los libros que tengo acomodados en una pequeña repisa sobre el catre. Más tarde, horas mudas comienzan a caer lentamente sobre mi insomnio.
Serán las tres de la mañana cuando me levanto a tomar un vaso de agua.
Entonces la veo.
Sobre la pared, junto a mi cama, una grieta de unos treinta centímetros de ancho y un metro de alto, justo sobre el piso. Incrédulo, con la mínima luz de la lámpara, comienzo a palpar azorado los bordes, registro los alrededores en la pared. El resto es sólido.
Solo la grieta, muda, imposible.
Me siento en la cama a mirarla, sin saber qué hacer. Acerco una silla, la tapo con ropa, pero sus bordes irregulares asoman a los costados. Temo las represalias de los enfermeros cuando la vean. Esto es como una prisión: difícil explicar nada, tanto más lo inexplicable, lenguaje mudo de la locura.
A las siete, como siempre, se presenta el gordo Ordóñez, para revista del cuarto.
-Esto es un asco. Me limpiás todo para la tarde, López.
Nada más.
Aprensivo, lo veo seguir su rutina. El paso cansino marca la letanía triste del despertar.
La grieta sigue ahí, limpia, profunda. Increíble que no la haya visto.
Durante el resto del día no me animo a acercarme. El corredor externo es transitado por pacientes y enfermeros a todas horas. Solo sentarme frente a ella, a mirarla, calculando, en una suerte de investigación invertida, qué significa aquella abertura.
El día pasa lentamente. Aseo mi cubículo, más ropa tapa la hendidura. Es sospechoso. Por la tarde vuelve Ordóñez. La mirada recorre la cama, la pared. Se fija por un momento en la pila de ropa colgada en la silla. Me mira, no dice nada, se va.
Por fin llegan las nueve, apagan las luces. Espero en silencio varias horas. Usando una linterna que me conseguí, puedo alumbrar la grieta. La luz, esta vez permite ver el interior. Entonces, apenas iluminada por el suave resplandor, la veo: mi bicicleta verde.
Algo del orden de lo siniestro se cuela insidioso en mi conciencia. Retrocedo lentamente hasta el camastro. Vuelvo pocos minutos después, allí está.
Me la regaló mi abuelo para mi cumpleaños de once. Tal vez para mitigar mi tristeza por la muerte de mis padres, un año atrás. Verde, brillante, con manubrio cromado. Rodado veinticuatro. Llena de calcomanías. Sin los guardabarros, que le había quitado para poder frenar con la zapatilla directamente en la rueda. Allí está, apoyada sobre la pared. Aún en la oscuridad, veo brillar la bocina, que es de esos timbres redondos, antiguos, de metal. Brilla, brilla, brilla. No puedo sacarle los ojos de encima.
Algo en ese timbre cierra una historia, o abre otra.
En mi muñeca, las tres y veinte de la madrugada. El ancho de la rendija es mínimo. Sin embargo después de un esfuerzo, logro pasar.
Monto la bicicleta, pedaleo a toda velocidad. Me he retrasado a la salida del colegio; la abuela se va a preocupar. Entro al jardín, toco la bocina fuerte, muy fuerte, para avisar que llegué, para que sepan que llegué. Cuando entro a la cocina, el abuelo retrocede violentamente. En su mano un cuchillo. Veo a la abuela arrinconada contra la pared, las manos temblorosas le envuelven la cabeza, sus ojos suplican. El abuelo, haciéndome a un lado sale de la casa. Arroja el puñal.
Para no matarla otra vez.
Lo veo desaparecer en el corredor. Mi abuela en un espasmo de llanto, me mira irme tras él, que desaparece en la calle. Inútil alcanzarlo, inútil intentar explicarle que su redención implica la mía. Que en su destino, y en el mío, se abre una grieta en la pared de nuestras prisiones. Un resquicio de luz en la raíz de las sombras.
Pasan las horas y la rutina del hospicio del cual estoy ausente. Cada vez más ausente, ya que comienzo a entender porqué estoy dejando la bicicleta verde en el parque del Hospital.
Trabajo aquí, como médico a cargo del pabellón psiquiátrico. Recorro la lúgubre sala conversando con los muchachos. Con todos los muchachos, menos con uno, al que ya casi nadie recuerda. Su cama está vacía, dicen que fugó de su prisión por una grieta.

1 comentario:

César Socorro dijo...

Brutal. Me encantó las descripciones; en especial las de la bicicleta y sus calcomanías, hacía tiempo que no oía esta expresión; mi padre solía usarla, quizás parte de esa herencia vivida en Uruguay. En fin, reitero lo mucho que me gusto el relato. Saludos.