jueves, 7 de abril de 2011

Anillos - Cristian Vaccarini


Inés me cuenta de una conocida, amante de las mascotas exóticas, que compró una boa pequeña y la cuidó y la hizo suya; hasta dormía con el animalito. La boa creció, como crecen las boas, y con su sola presencia espantaba a los desprevenidos visitantes. Razones de pudor me impiden narrar cómo Laura la alimentaba.
Mientras ella estudiaba, alternando el mate con los libros sobre la mesa de madera, la boa reposaba a sus pies. Guardiana más eficaz que cualquier mastín, cuando la chica salía de la casa se quedaba custodiando en su terrario —o en algún escondrijo—. Por las noches, Laura dormía con la boa entrelazada, en ondulación de placidez.
Pero un día, al ir a acariciarla, advirtió que su querida serpiente le respondía con un levísimo temblor de los músculos; la miró con más cuidado y creyó notar que había disminuido de peso. La observó durante unos días. Sin encontrar la explicación del cambio de comportamiento, decidió llevarla al veterinario cuando la boa empezó a desenroscarse a la noche y a dormir a su lado cuan larga era.
El doctor recibió la consulta y le formuló a Laura algunas preguntas exploratorias.
Mientras tanto, desplegada en dos o tres vueltas sobre la camilla, apenas salida de su mundo de sopor, la boa los escuchaba.
Cuando Laura contó que ahora la serpiente dormía extendida en la cama, tan cerca que ella podía percibir su aliento —una brisa tibia—, el veterinario entendió. Y simplemente dijo:
—Te está midiendo, Laura.
—¿Midiendo?
El otro asintió.
—Claro —dijo—. Para comerte.

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