viernes, 15 de abril de 2011

Acontecer y proceder – Héctor Ranea


El tipo estaba en la bicicleta fija haciendo, como todos los martes, un poco de ejercicio para bajar la panza. El instructor puso la música fuerte, señal de que empezarían en breve con ejercicios de coordinación y respiración rítmica. La mujer que estaba a su lado, comenzó a emitir un sonido extraño. Miró hacia la bicicleta, pensando en un primer momento que era el sistema de pedales el que hacía ese ruido. Ahí notó que la mujer era realmente hermosa, nunca la había visto así. No era la mera cuestión de las turgencias de sus partes aproximadamente venéreas, sino todo, la expresión de sus labios, su rostro, del que emanaba algo de luz especial. Temiendo enamorarse bajó la vista y se convenció de que ese ruido provenía de algo en la garganta de esa mujer tan bella. Nadie más que él, aparentemente, tomó nota del sonido anómalo. Tal vez la música tan estridente y tan potente era el motivo de esta omisión acústica. Lo cierto es que sólo él parecía molesto. Él y el instructor con quien la mujer intercambiaba cada tanto una sonrisa de complicidad, cosa que él sólo podía intuir mirándolo al gimnasta, ya que había decidido no mirar a la mujer que tanto lo atraía. Mientras, el zumbido emitido por la garganta de la rubia, lo distraía tanto que se golpeaba cada tanto los tobillos de tanto resbalarse de los pedales. El hombre estaba aturdido, sin duda. Más pasaba el tiempo, más le preocupaba la indiferencia de los otros. Y peor cuando se dio cuenta de que la rubia emitía sonidos que eran respondidos por el entrenador. Esa noche no supo si contar en su casa esa experiencia o mejor olvidar todo como si hubiera sido un mal sueño. A los dos días volvió. Estaba casi la misma gente, salvo un sexagenario bastante dicharachero que, por lo visto, se había tomado el día libre. Escuchó los comentarios de siempre, la música de siempre y ejecutó los ejercicios de siempre hasta que, como si saliera de la nada, la rubia comenzó, a su lado, el mismo canto estrambótico. Como estaban corriendo en una cinta, volvió a pensar en el roce de algún sistema interno aunque ya lo descartó, al entender, ya sin dudas, que la canción provenía de una región entre la garganta y el oído de la mujer, tal como si tuviera agallas sonoras. ¿Cómo explicarlo? No era el ruido de las gárgaras ni un verdadero canto. Poco se parecía a una melodía, sobre todo porque tampoco era ni tan monótono como el canto de una rana ni tan variado como un tarareo de una canción. Era, definitivamente, algo muy raro, sobre todo considerando que el que dirigía la clase contestaba a la mujer en un tono más agudo. Otra noche esa noche, que el tipo la pasó mal, tratando de olvidar. Volvió al día siguiente con ánimo de investigar más; en el gimnasio encontró que todos los participantes comentaban preocupados sobre dos o tres viejitos que faltaban ya desde hacía unos días. Estaba, por supuesto, la rubia, pero el instructor era otro. Sin embargo, el canto fue audible, como siempre, para él y también fue evidente el sincronismo y la complicidad del otro tipo. Pasaron varios días realizando la misma rutina. Un martes lluvioso, con poca gente en el salón, mientras pedaleaba vio que la rubia no sólo cantaba su extraño canto sino que éste se hizo más emotivo. Ella sin ningún tapujo se llevó la mano a la entrepierna y de su vagina sacó un huevo húmedo, con un tegumento plateado y del tamaño de una manzana mediana, de un huevo pascual para una pareja de novios. Él notó que a ninguno de los presentes le pareció extraño el parto de ese huevo de titanio mojado, ya que no hicieron nada sino seguir en su rutina, en cambio a él se le heló la sangre. Semejante idea nunca le había pasado por su cabeza. El canto se hizo ensordecedor, al tipo le pareció que la cabeza le giraba con la bicicleta, se desmayó y sólo recuperó el sentido en el vestuario. Estaba con el torso desnudo y escuchaba el canto saliendo de sus orejas. Al darse vuelta la vio a ella que sonreía desnuda con una alegría luminosa. —Esto acontece todos los días —le dijo. —No te aflijas. Ahora vas a hacer posible que pueda parir otro huevo. Necesito otro huevo —clamó. El tipo quiso escapar pero sus miembros estaban invisiblemente atados al aire. Volvió a hablarle en un tono de placeres escondidos. —¿Por qué yo debería servir para esta abominación? —¿Abominación? Has sido quien escuchó. Como a los otros, eso te marcó. Eres especial, muy especial —aclaró. —Como todos los que me oyeron antes, me vas a dar descendencia. No te resistas. Ya no puedes. —Y lo abrazó. No fue como el tipo pensó que sería hacer un hijo con esa hermosa mujer. Del huevo que saldría de ella él no había aportado nada por vía de sus gónadas. Fue un proceso trabajoso y desafortunadamente fatal. Tampoco podría cantar sino hacer cantar. Pero la decepción sería mayúscula para el tipo cuando, al salir del vestuario respirando trabajosamente por esas branquias, se diera cuenta de que sólo sería la voz que el próximo fecundador escucharía y se deslumbraría. Para todo otro efecto sólo sería un fantasma y pocos se acordarían de él, tal vez dos clases más, o quizás sólo una.

Sobre el autor: Héctor Ranea

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