jueves, 2 de diciembre de 2010

La historia de la mosca que se salvó del certero mamporro del sastrecillo valiente. Ejemplo de una historia inmerecidamente olvidada y de cómo influye la torpeza de unos en las desventuras de otros – Héctor Ranea


En un país lejano, un pueblo poco distante de la Capital se había desarrollado gracias a una ahora anciana viejecita que tenía extraordinarias dotes para la Alta Costura. Se llamaba Ña Ceni, sobre todo porque fue canosa desde su juventud, pero todos la conocían por su apodo de Manos de Hada y así llamaban a su negocio de costura. No porque ella lo quisiera sino porque era fama su capacidad para diseñar ciertas cosas que parecían sólo posibles para las hadas. Pero lo que era realmente extraordinario en verdad era la técnica con la que cosía, todo a mano y de suerte tal que era imposible distinguir las costuras del resto del hilado de las telas, no importaba cuán complejos éstos fueran. De hecho, los paños se unían entre sí por líneas perfectas que respetaban la trama de los diferentes tejidos de forma que parecía que éstos habían sido tejidos de una sola pieza, tan perfecta era la mano de Ña Ceni.
Estas extraordinarias facultades habían expandido de tal forma su lustre que de otros Reinos vecinos venían a por sus servicios los más exigentes usuarios de las vestiduras de alta calidad. Y ella, con ese tráfico incesante, había logrado que se desarrollase el pueblo con gran regocijo de mercaderes de toda laya y calaña. Su fama excepcional de no fallar nunca ninguna puntada era el motor de toda una industria que iba desde albergues a constructores de iglesias, de taberneros a mozas no tan lucidas en su profesión y cantantes, cerveceros, viñateros, sastres de menor calidad (aunque ellos también muy buenos), bailarines y soubrétes.
Una temporada, la Reina vino con el encargue de su vida, justo cuando Ña Ceni estaba anunciando su retiro, para coser el vestido de la hija en su casamiento con el Mandamás de Plafagonia, un país riquísimo que quería conectarse con el suyo por el enorme potencial de la costura de alto nivel. Ña Ceni aceptó, a condición de que sería el último vestido que cosería y diseñaría. Así como nunca había fallado una puntada, nunca, éste sería también el último vestido que diseñaría.
Ni qué decir del espléndido modelo que diseñó. Los mejores figurinistas se deshacían en elogios y envidias al ver cómo sería el vestido. Los periodistas y juglares se devanaban los sesos pensando cuántas puntadas debería dar. Millones, decían.
—¿Millones? —dijo Ña Ceni —algo más también.
En efecto, había calculado el número en la friolera de cien millones de puntadas, tal vez un poco más.
Al cabo de siete meses de paciente trabajo, el vestido estaba casi listo. Faltaban las últimas gemas para coser en el canesú. En eso estaba cuando la mosca que habíase salvado del mamporro proverbial del sastrecillo valiente en un pueblito poco distante, comenzó a molestar a la vieja mientras cosía su último vestido. En el momento de dar la última puntada, la mosca se atravesó en el camino de la aguja y ésta se desvió de modo tal que una milésima de la fibra de una seda carmesí que terminaba la costura, se quebró.
—¡La mierda con la mosca! —Gritó la viejecita, pero nadie la oyó.
El ojo de ningún mortal y de casi todos los dioses no hubiera podido distinguir el fallo. Sólo Ña Ceni era consciente del mismo. Vinieron de todos los reinos para admirar el vestido pero su costurera estaba cada vez más descompuesta. Si bien había matado a la mosca para equilibrar su ánimo, ella veía esa mancha horrible en el vestido debida a la seda ajada por la aguja desviada.
Murió con su secreto sin ser revelado y la enterraron con una lápida que contenía un canto laudatorio a sus dotes de Manos de Hada. Sobre la lápida, nadie sabe bien por qué, al anochecer reposan cientos de moscas inmaduras.

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