jueves, 18 de noviembre de 2010

Medusa - Armando Azeglio


Por momentos le parecía estar frente a un espectro tratando de explicarle a un amigo las razones de su microcosmos: el  trabajo, los hijos, Cecilia, la tardía vocación por la guitarra eléctrica… la aparición de esa chica joven y sexi en su átona vida. La sumatoria  simple  de los elementos de la narración era coherente, pero faltaba algo. Nada en ese cuerpo quedaba de robusto o de viril. Ya no quedaba nada de la fortaleza que siempre lo caracterizó; había quedado reducido a un organismo frágil y de mirada doliente que a través de los labios regurgitaba todo aquello que lo enamoró de su mujer. Ese canto de sirena que durante años lo mantuvo fuerte, en estado de exaltación continua, se había diluido poco a poco, como la lluvia cuando borra los rastros de los pasos y del  tiempo. Comparó a Cecilia con una medusa, pero el amigo no supo bien si se refería al organismo gelatinoso marino, o al personaje mitológico. Empezó a sentir que algo gélido flotaba  en  el fondo de las retinas de Alberto: en ese instante supo que se refería al segundo ser y no al primero. Sintió temor. En sus globos oculares secos vio el reflejo de un alma sin retorno, supo que nunca caería en la cuenta que aquella mujer a la que amó tanto le hubiera asestado tantas puñaladas como serpientes tenía en su cabeza. El piano sonó en el bar dando un acorde final. Alberto fue afectado por una suerte de cualidad liquida, y entonces se acabó el café.

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