viernes, 23 de julio de 2010

Shakespeare contra el dinosaurio - Juan Manuel Valitutti


—¿Me quiere decir qué tiene de literario el cuento del dinosaurio de Monterroso?
Miré al tipo por enésima vez, y junté aire.
—Sí, ya sé que soy un jodido —continuó él—, pero, ¿qué quiere? ¿O usted sabía que nos íbamos a atorar hoy en este ascensor?
“No, la verdad es que no lo sabía”, pensé apesadumbrado.
Abandoné la contemplación de las puntas de mis zapatos y traté de sostenerle la mirada a mi interlocutor.
—Soy un plomazo, ¿no? —me dijo.
Solté la risa.
—¡Y bueno! Las cosas son así... —Me extendió un cigarrillo—. ¿Gusta? ¿No? —Se guardó el cigarrillo—. Hace muy bien, ¡muy bien! Yo, lo que pasa, ¿sabe?, es que soy un jodido... —Sacó el cigarrillo de nuevo y se lo llevó a los labios—. Con todo este trabajo que me encajaron para el fin de semana, y yo que ni siquiera puedo salir de un ascensor... —Empezó a dar saltitos de risa, y encendió el cigarrillo—. ¡Qué jodido! ¿Y? —Me miró—. ¡No me dice! ¿Para qué carajo sirve el dinosaurio de Monterroso? Porque usted dice Shakespeare y... ¡bué! Para qué le cuento, ¿no? —Frunció el entrecejo—. ¿Cómo era que le entraba el tipo...? ¡Ah, sí! —Me alcanzó el antebrazo con las puntas eléctricas de sus dedos exaltados—. “¡Ser o no ser!” —recitó—. ¡Qué lo parió, qué lo parió! —Movía la cabeza al tiempo que escupía el humo—. El psicoanálisis entero en cuatro palabras, ¿eh? ¡Qué tipo! Pero, con Monterroso, ¿qué mongo hace? —Se rascó la barbilla—. “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Creo que decía así, creo. ¿Y? ¿Qué hace con eso? —Me miró—: ¡Nada!
“¡Ascensor!”, pensé yo.
—¡Uyyy! ¿Lo sintió? ¡Se mueve!
¡Efectivamente, el ascensor se había apiadado de mí!
—¡Escúcheme! —me dijo—: Le doy exactamente... siete pisos para que me convenza de que el dinosaurio ése sirve para algo, ¿vio? —Mordió el cigarrillo—. Shakespeare... —susurró el tipo, mientras bajábamos al infierno de la planta baja—: ¡Qué lo parió!
No tenía nada que perder, así que me animé, y ensayé una respuesta:
—Bueno, ¿sabe? Si me permite… —El tipo me miró con la más genuina consternación reflejada en el rostro: aparentemente no podía creer que fuera yo un ente con vida—. Si me permite usted, digo, creo que el Maestro guatemalteco elabora una Poética, cuyo sentido último aspira a convencer mediante el recorte…
—Ne entiendo nada —me soltó el tipo, en medio de una nube de tabaco.
—Quiero decir —intenté yo—, usted mencionó al isabelino...
—¿Yo mencioné a quién? —El plomazo empezó con sus saltitos de risa—. ¡Mire que encontrarme a un jodido más grande que yo! —tosió—. ¡Y en un ascensor!
A todo esto, el ascensor se había vuelto a trabar: ¡ahora, en el tercer piso!
—Pruebe con la alarma —me dijo mi acompañante.
Yo oprimí el botón, pero no ocurrió nada.
—¡Qué jodido! —juzgó el pro-isabelino.
Debo admitir que en ese momento perdí la cabeza.
—¡Pero, carajo! —rugí—. ¿Puede pasar algo más?
¡Para qué hablé!
Falló la luz y Shakespeare y yo nos quedamos a oscuras.
—Grite —sugirió el buen hombre.
—¿Qué?
—¡Grite! —insistió el tipo—. ¡No ve que no nos van a encontrar ni con antropólogos!
No sé por qué, ¡pero lo que dijo me hizo gritar como una niña en apuros!
Gritaba y gritaba, hasta que…
¡Las luces volvieron y las puertas del ascensor se abrieron!
—¡Qué la parió…! —susurró mi compañero casi en un hilillo de voz.
Había entrado al ascensor una morocha de ojos verdes. Las puertas se cerraron a sus notables espaldas. Yo traté de recomponerme lo mejor que pude porque estaba hecho un estropajo. De pronto, sentí que el sujeto me chistaba. Lo miré, mientras me ajustaba el nudo de la corbata. Con señas me dio a entender que retomáramos la confrontación Shakespeare/Monterroso. Mientras tanto, la morocha se afanaba con el botón de la planta baja: ni la gloria de ese dedo podía con la encabritada tecnología.
Yo no atinaba a hacer nada, así que…
—No se moleste —le comunicó mi compañero a la nueva pasajera—: el ascensor anda mal.
La morocha se volvió, con la alarma en los ojos.
—¡No se preocupe! —se apresuró a agregar el tipo—. Lo mejor en estos casos es esperar, ¿no, mi amigo? —Me guiñó el ojo y yo esbocé una diminuta sonrisa—. Y si el asunto se pone peor —continuó el adalid de las Letras—, aquí está mi compadre que sabe gritar como una “magdalena-dele-que-llora-a-moco-tendido” —concluyó, articulando el entrecomillado con sus manos.
La morocha se rió, lo que puso en guardia a Romeo.
—Hablábamos de Monterroso —atacó—. ¿Lo conoce?
—¿El del dinosaurio…? —preguntaron los ojos verdes.
¡Para qué! El tipo se encendió como un arbolito de Navidad.
—¡Ése, ése! Justamente…
Entonces el ascensor arrancó, rumbo a la consabida planta baja.
—¡Ése, sí! Qué lo pario, ¿eh? ¡El Psicoanálisis entero en cuatro palabras!
El ascensor culminó su viaje al fin, y las puertas se abrieron a la recepción del edificio.
Romeo y Julieta emprendieron la retirada.
—Yo creo —le deslizaba el tipo a la morocha— que el Maestro isabelino trata de recortar una Poética cuyo sentido último…
Salí también del ascensor.
¿Cómo dicen? ¡Ah, sí! Shakespeare contra el dinosaurio…
¿Qué les parece si lo declaramos un empate, eh?

1 comentario:

Norma dijo...

Una muestra más del conocimiento literario y el sentido del humor del autor. Una joyita.