martes, 6 de abril de 2010

Un cambio de vida - Eduardo Poggi


Ema regresaba del entierro. Odiaba los trámites. No estaba en condiciones de manejar y le pagó a un conductor del cortejo para que la llevara hasta su departamento en el Honda 4x4 que su esposo Juan le había regalado. Sentada atrás, con su mirada perdida, recordaba.

Recordaba que el comienzo no fue fácil porque Juan compartía el día entre el trabajo y el estudio. El noviazgo terminó en casamiento, y siguieron épocas mejores: Juan se recibió, consolidó sus ingresos, y compraron el primer departamento. Vinieron los dos hijos deseados y se mudaron a una casa que de a poco fueron mejorando. Con dedicación y esfuerzo habían formado una familia de la que ambos estaban orgullosos. Juan dedicado a su profesión, y Ema con las responsabilidades de la casa. Eso sí, los odiosos trámites los manejaba Juan.Sus hijos crecieron, una vida estable, sólo pequeñas quejas.
—El jardín del vecino es más lindo.
—Pero, Ema, ése no es nuestro; no nos da trabajo.
—Es más lindo —insistía.
—Parece más lindo, Ema. Como en las películas. La chica linda que se enamora del chico rubio de ojos celestes.
—¿Y eso no es agradable?
—Puede ser, pero no es real. No van al baño, no pasan frío ni calor, no se lastiman. Es ficción, Ema. Ficción.
—Será ficción pero está ahí... Y es más lindo.
Era imposible convencerla. ¿Para qué envidiar el jardín del vecino si podían disfrutar del propio? Acaso, no había sido Ema quien le había transmitido esa sensibilidad sobre las pequeñas cosas de la vida. Ema había logrado que Juan comprendiera la importancia de los afectos y, ahora, parecía que los roles estaban invertidos.
La vida fue cambiando sin que lo notaran. La empresa redujo el personal, Juan comenzó a trabajar en forma independiente, los clientes fueron desapareciendo, los problemas y deudas se incrementaron.
El chillido de las gomas del auto frenando en el semáforo la despertó de sus recuerdos.
—Despacio, por favor.
—Sí, señora —se disculpó el chofer.
Ema se recordaba sumergida en esos odiosos trámites producto de la falta de trabajo: atender los reclamos del Banco, pagar los vencimientos y tarjetas, las cuotas, el descubierto, intereses, mora, punitorios, legales.
—¡No sé para qué te sirve ese amigo de la infancia! —le recriminaba a Juan.
—¿Quién, Quique?
—¡Sí, ése. El que está en el Ministerio!
—Pero, Ema, ¿vos pensás que Quique es sólo eso? —Ema sabía el significado de la pregunta de Juan.
—Por lo menos usá sus influencias para sacar tus ventajas.
—Yo no quiero entrar en eso —aseguró Juan.
—Decíselo al Banco, no a mí.
Juan se quedó pensando. En cierto modo Ema tenía razón. La dualidad de criterio que los Bancos utilizaban según uno fuera deudor o acreedor lo sorprendía, lo exasperaba. Se sentía muy exigido pero tampoco era cuestión de agobiarse por la confusión del momento.
—Aprovechemos esta oportunidad que nos da la vida y cambiemos —dijo Juan, convencido de la idea.
—¿Cambiar? ¿Cambiar qué, Juan?
—Mirá, nuestros hijos ya están hechos y...
—¿Ah, también querés dejar de lado a nuestros hijos?
—No, Ema. No estoy diciendo eso. Simplemente digo que...
—Con eso no le pagamos a nadie, Juan. Entendelo. A nadie.
—Pero a mí siempre me gustó escribir. Podríamos...
—No me hagas reír, Juan —interrumpió Ema—. Si con lo que trabajaste estamos así, ¿vos crees que vendiendo libritos vamos a vivir mejor?
—Sí... sí. Podríamos aprovechar la oportunidad, cambiar nuestras vidas, saldar las deudas y...
—¿Saldar las deudas?
—Sí, y con el pequeño ingreso del alquiler vivir en algún lugar tranquilo.
—¿Y cómo lo hacemos? ¿Cómo lo hacemos, Juan?
—Vendemos el auto.
La cara de Ema se transfiguró.
—¿Vender el auto? ¡Venderlo cuando debemos pensar en cambiarlo, comprar otra casa, mejorar lo que tenemos!
—Pero eso no mejora nuestra vida. Tenemos que pensar en mejorar nuestra vida, Ema, nuestra vida —repitió—, no lo que tenemos y a cualquier precio.
—Quique te tiene que servir.
Juan enmudeció. Ema no entendía lo que significaba entrar en ese juego. Había mafias, corporaciones, monopolios, guerras, bancos, muertes y dinero. Inmensas fortunas depositadas en los paraísos fiscales. Pero eso tenía un alto precio, y Ema sabía que él, por mucho menos, había renunciado a su empleo. Le estaba pidiendo que se metiera en esa inmundicia. Juan jugó su última carta y volvió a preguntar.
—¿Querés realmente que me convierta en Quique? ¿Querés eso?
—Mirá, Quique te tiene que servir, por lo menos, para que sepas lo que significa ser hombre.
—Ema, Ema. No podemos tirar por la borda los valores de toda una vida.
Nunca recibió respuesta. Los ojos de Ema lo decían todo.
En poco tiempo revirtieron la situación. Los hechos demostraron que Ema no se había equivocado: el piso de la Libertador, la Van de su marido, su 4x4, la residencia con vista al lago en La Angostura y la Beretta de caño superpuesto con la que Juan se pegó un tiro en la boca.


La cuneta de la entrada al garaje despertó a Ema de sus recuerdos, y el sepelio de Juan volvió a su mente. Le indicó el lugar de su cochera al conductor, le pagó su viaje de regreso al cementerio, recibió las llaves de la 4x4 y subió hasta su departamento del 10º frente a los bosques de Palermo. Ya en el ascensor, la imagen de Juan y Quique seguían golpeándole su cerebro.
Entró y caminó hasta el dormitorio, sin fuerzas, arrastrando los pies por el suelo de roble eslavonia. Dejó caer su cuerpo sobre el sillón, frente al espejo de cristal francés. Sus ojos comenzaron lentamente a recorrer la habitación: el perchero con su tapado de visón, más abajo los zapatos de Dior, subiendo hasta una de las puntas del tocador, su anillo y la gargantilla de Stern haciendo juego. Frente a ella, la chequera: su chequera de la cuenta en Suiza.
Y levantando la vista vio reflejada en el espejo la figura de Quique esperándola en la cama.

El autor: Eduardo Poggi

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