viernes, 17 de julio de 2009

La muerte interior - Claudio A. Amodeo


La vi por última vez justo antes de la eclosión roja. El contacto fue efímero pero fatal. Su aguijón silbó en el aire y se hincó en mi cuello perforando la malla de acero del traje, para invadirme internamente con esa sustancia viscosa. Luego, en el tiempo que consume un pestañeo, se replegó y se alejó hacia aquel portal rojo que había surgido de manera súbita cuando nuestra victoria parecía definitiva. Los Aeríes retrocedieron sobre la superficie etérea dando brincos con sus patas traseras, haciendo vibrar el aire con una melodía nueva, agónica. La vi una última vez antes de traspasar el portal y, a pesar de su semejanza a una langosta gigante y de todo el odio que los humanos hubimos sentido por los de su raza durante la guerra, yo ya no pensaba lo mismo. Sus movimientos me parecían graciosos e incitantes. Sentí el influjo del líquido ponzoñoso arrastrándome tras aquella criatura y corrí arañando el aire con mi traje guerrero sin detenerme a pensar que moriría al atravesar el portal. Debía alcanzarla porque la necesitaba. Sentía un calor interno que me devoraba y me sofocaba. Sólo se aplacaría cuando nuestro cuerpos se unieran allá, del otro lado del universo, allá donde el fuego abrasador de los mil soles te envuelven y te transforman en energía, liberándote de la esclavitud de la carne.
La vi una última vez cuando el portal se la tragaba y vi sus ojos, pendiendo de dos antenas sutiles, que me hechizaban con una última llamarada de amor. La vi y corrí. Y descubrí que no corría sólo, sino que muchos de los guerreros humanos corríamos en la misma dirección con idénticos anhelos. Habíamos dejado caer nuestras armas y nuestros cascos para desarrollar mayor velocidad. Ya no podíamos recordar que unos instantes atrás disparábamos rayos de energía y aniquilábamos sin miramientos cuanto enemigo se nos cruzara. Algunos compañeros de batallón alcanzaron el portal eclosionado y su figura fue tragada por el rojizo fulgor de luz. La muerte, del otro lado, era instantánea, indolora . La hubiera vivido en carne propia de no mediar el sargento Melquíades, quien, al verme poseído por el efluvio hormonal, se lanzó a perseguirme y me alcanzó lanzándose pesadamente sobre mí, desviándome de mi destino inmediato.
—¡No capitán! —me gritaba mientras caíamos hacia la superficie planetaria— No se deje vencer por esos malditos.
—Dejame ir. La necesito. —gemía yo esforzándome por mantener mi vista fija en el portal.
—¡No, usted no la necesita! Es un engaño.
Y no me soltó en todo el trayecto que nos separaba del terreno blando de Florencia II. Los campos energéticos contuvieron el impacto de nuestros cuerpos y, tras varios rebotes, nos depositaron sobre el suelo húmedo y maloliente. Cuando pude reaccionar miré al cielo y mi corazón pareció quebrarse. El portal estaba involucionando y desaparecía. Lo contemplé sabiendo la futilidad de todo esfuerzo por alcanzarlo y caí de rodillas bañado mi rostro en lágrimas. Jamás la alcanzaría. Se encontraría a millones de años luz de mí, bailando bajo los rayos luminosos de los mil soles que le bañaban el cuerpo. Casi podía imaginármela, danzando para mí, esperándome por siempre. Lancé un grito de dolor y me desvanecí.
Cuando desperté fue como si continuara durmiendo. Una nube de vapor cubría todo mi entorno y un pesar indescriptible me aprisionaba el pecho. La tristeza y el desgano fueron los únicos sentimientos que albergaba. Divisé entre el vapor y el mareo las caras borrosas de varios médicos que me examinaban curiosos. Hablaban en un lenguaje desconocido y se movían agitados. Cerré los ojos ansiando soñarla nuevamente. Como no sabía su nombre, la había bautizado Danahel que era el nombre de la mujer que más hube amado tiempo atrás, cuando era cien por cien humano.
Uno de los médicos conectó unos tubos a mi brazo cibernético y comenzó a extraer líquidos de varios colores. Otro meneaba la cabeza y no se quedaba quieto. Danahel apareció otra vez y ahora poseía un cuerpo femenino humanoide. Sonreía y se asomaba por detrás de los médicos. Alzaba mi mano para alcanzarla pero ella se alejaba cada vez. Me agité en la camilla y gemí su nombre. El primer médico se acercó y me observó con una mirada borrosa. Miró al otro y dijo en voz alta algunas palabras que pude entender.
—Catatonia. Ejército diezmado. Muerte interior. Irrecuperable.
Entre las figuras e ideas borrosas alcancé a comprender que aquello que me hacía desear la presencia de Danahel era el producto del líquido viscoso que ella me inyectara en el fragor de la batalla. Afectaba el centro nervioso y lo modificaba. No era amor entonces, sino un arma tan letal como nuestros propios rayos de energía. No mataban al enemigo, sólo lo diezmaban plagándolo de heridos de muerte interior. Era una estrategia tan antigua como la propia guerra. Un soldado muerto no genera más pérdidas que la propia baja. Uno herido retrasa y produce gastos. Millares de muertos en vida podrían hacernos perder la guerra.
Por eso, cuando el otro médico dijo “Eutanasia” recibí la noticia con alivio. Por eso cuando la aguja brilló en el aire y trazó una parábola hasta alcanzar mi brazo, me sentí agradecido.
Danahel, lejana, me miró angustiada y mientras el veneno recorría mi sangre, se despidió para ya no volver.

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