lunes, 20 de abril de 2009

Dedos de acero - Sergio Gaut vel Hartman


Estaban en el lecho, desnudos, disfrutando la blanda pausa que sigue al amor clandestino. El Líder Carismático deslizó el dedo por la curva del seno de la Baronesa Candente y se detuvo en el pezón. Una corriente eléctrica circuló de piel a piel, recorrió el brazo y bajó por el pecho, pero se detuvo en el ombligo… y emprendió el camino inverso. El Líder abrió desmesuradamente los ojos cuando advirtió que sucedía algo anormal. Y se aterró cuando la corriente se resolvió en su cabeza con un estallido de hielo y fuego. La mano abandonó la divina región y aleteó como un halcón desesperado para aferrarse a la densa mata de cabello rojo.
—¡No! —chilló la Baronesa, y siguió chillando cuando supo que él estaba muerto, y chilló con mayor intensidad cuando advirtió que no podía desenredar aquellos dedos de acero de su pelo. Y siguió chillando cuando recordó que la puerta estaba cerrada con llave.
—¡Auxilio! ¡Venga alguien! ¡Está muerto, oh, Dios! ¡Está muerto!
—¡Abra la puerta! —gritó desde el pasillo el Fiel Senescal.
—¡No tengo la llave! —clamó desolada la Baronesa—. ¡Tiren la puerta abajo!
Hubo una pausa, seguramente destinada a orientar los hombros, y luego uno, dos, tres, cuatro, cinco empellones bien aplicados que hicieron saltar la puerta de sus goznes. Tres caballeros, precedidos por el Senescal, irrumpieron a los tumbos en la habitación. La Baronesa sonrió, sin tratar de cubrir su gloriosa desnudez. El Senescal tasó la situación y concluyó que lo mejor sería que el final de la historia fuera otro.
—No me suelta —dijo la Baronesa con inocencia.
—Eso veo —dijo el Senescal. Dio tres pasos, se situó junto a la cama e intentó desengarfiar los dedos que mantenían sujeto el cabello de la mujer; no lo logró, por supuesto.
—¡Por favor! —suplicó la Baronesa.
—Me estoy ocupando —dijo el Senescal con severidad. Buscó la mejor solución y cuando la halló estiró el brazo hacia atrás. Un objeto se posó en su mano, pero él la movió de un modo ostentoso y sin dejar de mirar con fijeza el punto de contacto, la mantuvo abierta hasta que el asistente puso en ella la pistola. Luego de disparar, casi sin apuntar, dijo—: Ahora sí, dame la tijera.

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