lunes, 23 de febrero de 2009

Tres de oro - Sebastián Basualdo


Cerró la puerta y la vio. Una sola luz había encendida, tenue, golpeada en un rincón, murmurando algo por lo bajo, como quien esconde un secreto. Lo cierto es que su mujer parecía amenazada por la luz de esa lámpara de pie que, seguramente, había comprado durante la mañana. 
—Llegaste tarde —dijo ella después de que su marido no pudiera evitar preguntarle qué era lo que intentaba hacer con tantos naipes. 
—Tarde —repitió.
Y su perfil izquierdo comenzó a iluminarse; algo lento y premeditado comenzaba a ocurrir a medida que su marido se acercaba a la mesa. Aparentemente, todo el diálogo debía darse sobre el medio círculo que proyectaba la lámpara al golpear contra uno de los ángulos de la pared. 
—¿Qué hora es? 
—Tarde —dijo ella—. Muy tarde, querido. 
Cuando por fin se acercó lo suficiente al borde de la mesa, su mujer le mostró el naipe: un cuatro de copas. Fue entonces cuando oyó su propia voz, temerosa, preguntando si su intención era construir un castillo. Su mujer sonrió; la mirada resbaló hasta detenerse en el cuatro de copas y el brazo se estiró lo suficiente: sus delgados dedos ubicaron el naipe junto a los otros, los que simulaban las paredes. 
—Es una casa —dijo ella, eligiendo un nuevo naipe. 
Contuvo la respiración: la decisión de construir el techo podía verse amenazada por su naturaleza. Dejó caer el naipe. Observó durante algunos segundos la parte del techo que había construido y lentamente se fue dejando sostener por el respaldo de la silla. 
Recién entonces liberó el aire reprimido. 
—Una casa —dijo—. Es algo así como una casa.
Miró fijamente los naipes desparramados sobre la mesa. 
—Algo delicado, ¿no te parece? Algo realmente delicado. 
Eligió un nuevo naipe: tres de oro. 
—Mirá, mirá mi amor, un tres de otro —dijo ella, e inmediatamente después contuvo la respiración: estiró el brazo, y, apretando los dientes, soltó el naipe. 
La casita ya tenía su techo. 
—Era un tres de oro, ¿te diste cuenta?
Algo que había nacido de su voz, parecía navegarle por todo el cuerpo. 
—Un tres de oro —repetía, mirando sus manos, mirándolo a él, y sonriendo. Ahora sonreía de ese modo tan desesperante... Su marido temió que no dejara de repetir nunca que era un tres de oro. 
—Un tres de oro, mi amor, sí, un tres de oro —dijo él justo cuando el cuerpo de su mujer comenzaba revelarse contra el lugar más oscuro de la mesa, y con su cuerpo los naipes y con los naipe su sombra, la luz... 
—Basta, mi amor. Es un tres de oro, me di cuenta. Por favor, terminemos con esto. 
Pero ella ya estaba perdida, toda contagiada por la parte más oscura de la mesa; allí donde la luz de la lámpara no se atrevía a irrumpir, donde la voz de su marido no llegaba a iluminar nada. 
Fue entonces cuando apretó con fuerza un nuevo naipe sobre su vientre. Dijo: —Estoy embarazada. 
Algo muy parecido a una sonrisa se dejó entrever en los labios de su marido. 
—No, mi amor, no estás embarazada. Ya no —dijo él, y le apretó con fuerza la muñeca para que su mano se abriera y soltara el naipe. 
Cuando por fin logró tenerla entre sus brazos, no dejó que su mujer le preguntara nuevamente por qué motivo había llegado tan tarde. 

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